jueves, 17 de enero de 2013

Humildad

Qué frágiles somos todos. Qué fatal, desvalidamente frágiles. Qué fácil tropezar otra vez en alguna piedra del recreo y dejarnos la piel de las manos y de las rodillas en un vértigo que apenas llegamos a comprender; y al levantarnos sólo queda una vergüenza. Qué fácil, por cierto, qué horriblemente fácil para tantos sentir vergüenza en estos días. Yo llevo un tiempo no muy largo pero intolerable tanteando a ciegas esta casa, los rincones y el balcón y sus tejados, por ciertas palabras del alma que no llegan: como cuando se inquieta uno en la tardanza de quien más quiere. Esa ausencia, esa tardanza, esa esterilidad sangrante y entre paréntesis vino a hacer causa común en esta guerra junto a otras esterilidades que tantos podrán entender: son legión los que se sentirán a día de hoy como el coronel de García Márquez, sin nadie que les escriba a vuelta de correo de la esperanza. De ahí a la desolación, un paso: el de cualquier piedra que te ponga la vida por delante.
 
La esperanza: esa trampa luminosa. Cómo envidio a ésos que parecen tener siempre muy claro lo que hay que hacer, sin remordimiento previo ni proyecciones (estériles) de incertidumbre, y que lo llevan a cabo como un plan inagotable y definido que no admitiese fisuras. ¿Saben éstos de los que hablo qué sonido de tambor lúgubre tiene una tarde como ésta? ¿Se les pararía el corazón si pudieran pensarse un segundo en cierto centro de gravedad? Ganas de ser uno de esos pájaros que gobiernan este barrio blanco y antiquísimo: trenzan al atardecer, en bandadas ligeras, una correspondencia indescifrable y puntual de ciprés a ciprés, de sombra a cúpula. Como si hilvanasen un secreto, o conspirasen contra la huida del sol. Todos saben lo que hay que hacer y cuándo, con sincronía absoluta, precisamente porque no lo piensan: sólo hacen lo que tienen que hacer. También cantarán cuando tengan que cantar, por razones que sólo a ellos compete, y ninguno dejará de cantar, abatido, al medirse con otro, pues no es ningún juicio el cantar, sino ya un veredicto en sí. No se pregunta el pájaro para qué canta; simplemente debe hacerlo, cumplir con una ley que se justifica por sí misma y que lo justifica a él al cantar, sin reclamos o dádivas de nadie.
 
Pero esta tarde no han cantado, y se ha puesto a llover de manera mansa, funcionarial, como lloviera en un café del Norte a las siete de la tarde sin nadie a quien esperar, la noche cruzándose de brazos. En dónde reside la iluminación que hace arder todo; de dónde viene esa plenitud súbita que da sentido a todo de manera misteriosa, sin que importe nada el exterior, lo que uno espera o lo que se espera de uno, el aplauso, el miedo, el futuro, la absurda utilidad que algún psicópata se empeñó en buscarle a todo. Decídmelo, y yo prometo honrar a esa fortuna.
 
Quizás el ruido de los otros no me deje oír la melodía. Quizás las luces de allí lejos (la estéril, asesina esperanza) no me dejen ver más claro. Intuyendo esto, tal vez, me he recogido así, como entonces, en un templo invernal; he cerrado cada puerta, he encendido un farol sólo, y he recuperado el folio de papel y la tinta que deja sangre azul al escribir. Quizás me faltaba abnegación; quizás la humildad faltaba, para no olvidar que el canto viene cuando ha de venir si lo merece uno, y que cualquier distracción, traición a la autenticidad, es castigada con el silencio; y la vergüenza de caer en la misma piedra del que no se tomó suficientemente en serio el juego.
 
¿Será la muerte otro cansancio?, venía ya escrito en este folio, no sé cuándo, no sé por qué. Y también: Las velas del ocaso que ya anuncian / un cortejo de pájaros hacia el otro día.
 
También la belleza hay que merecerla; también la plenitud se gana a pulso cada día. Como el amor y esas tres flores que se riegan (deben regarse) a diario.  

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