Durante bastante tiempo he vivido
sin televisión. En países distintos, en épocas alternas. En realidad nunca
supuso ningún trauma, pues ya desde los tiempos de la facultad en Madrid empecé
a pasar bastante del rollo, por voluntad o por fuerza, entre las escasas cosas
que me interesaba ver y los rigurosos consejos de guerra que en los pisos de
estudiantes se suelen celebrar a cuenta de la posesión del mando a distancia
(El Mando), terroríficamente parecidos, demasiadas veces, a las juntas de
vecinos de Aquí no hay quien viva. Algunos
tenemos esa suerte, la de encontrar en ciertas pantallas mentales, de papel,
tinta o humo de sueño, historias tanto o más adictivas que las que ofrece ese
aparato (incluso más peligrosas, si cabe); más necesarias aún cuando, además,
no siempre ha dispuesto uno de conexión a internet: o sea, a la HBO –que ésa es
otra
De modo que no la eché de menos
en absoluto cuando, en cierto diciembre de exilio y fantasma, de velas y mudez,
me fui a vivir solo a una casita en el desierto de nieve del centro de Europa. Mi
palacio de papel. Había otras televisiones, allí. Una era un cuaderno azul a
rayas; otra, un ventanal que miraba hacia la calle, la noche y los cuervos de
los tejados; la tercera consistía en mi alucinación constante y cotidiana. (Y juro
que puede uno volverse mucho más loco que haciéndose un maratón catódico entre
Intereconomía y Telemadrid hasta arriba de anfetas)
Así estuve casi dos años –sin
tele, digo, que la vida de ermitaño duró poco, a dios gracias–, y, tras el
paréntesis de otro año, más o menos, regresé finalmente a ese silencio monacal
que puede revelar dragones en el salón, y que también provee de impagable
calidad de vida. De salud, que es lo principal, como decían las viejas de mi
pueblo
He dicho salud, y no ha sido a la ligera. Porque de manera lenta, casi
imperceptible, he ido abrazando como un dogma las infinitas propiedades
benéficas de vivir sin ese trasto; cosa que, por cierto, el ser humano soportó
perfectamente durante varios millones de años, hasta los 50 del siglo XX o así.
Puede uno pasar de esta forma noches enteras de vino y penumbra conversando con
quien más quiere, por ejemplo, llegando hasta lo más profundo de uno mismo y
del laberinto. Puede escuchar mucho más durante el día el sonido del silencio,
que es algo a lo que la mayor parte de mis congéneres ha ido renunciando con
urgencia en las últimas décadas, acojonados por si alguna vocecilla interior
les pide ciertas incómodas explicaciones. Puede ahorrarse basura ambiental y
ganar en claridad de ideas [demasiada información es des-información en la mayoría de los casos]… Puede, en fin,
aprovechar muchísimo más el tiempo, sobre todo si uno es propenso, como
servidor, a embobarse con el vuelo de la mosca
Y sin embargo todo esto ha
quedado lamentablemente relegado a un segundo plano en los últimos tiempos.
Estas ventajas, quiero decir; estas menesterosas conquistas. Porque, a lo largo
del último curso, lo de vivir sin televisión se ha convertido también en una
cuestión de supervivencia moral. No insinúo ni remotamente que para conservar
la decencia haya que tirar la tele por el balcón: simplemente, que esta
desolación, la terrorífica, escandalosa, implacable desolación con que nos
están azotando diariamente los amos del universo todos estos meses, ha provocado
que el hecho de tener o no la televisión encendida pueda suponer la diferencia
entre la esperanza y la depresión, entre la alucinación
y la tranquilidad necesaria para ponderar la realidad en su justa medida
En mi soledad
he visto cosas muy claras
que no son verdad
, escribió una vez, desde dios
sabe qué abismo, don Antonio Machado. Que era un sabio muy consciente de que
demasiadas veces las cosas que vemos en
los sótanos de la conciencia, como pájaros de luto, son sólo sombras, escombros
de marionetas bailando al son de la música siniestra del miedo. En el caso que
nos ocupa, del miedo que a los psicópatas que mueven nuestros hilos les
conviene tanto que sintamos
Porque yo no sé ya, a estas
alturas, cuánto del miedo que sentimos es real y cuánto es el imperativo, el
clima o la necesidad de ese miedo. He vivido todo este tiempo sin televisión,
pero por supuesto no desconectado del mundo. En los últimos meses sí que
conservé la costumbre de echar cada mañana un vistazo a las portadas de todos
los periódicos al pasar junto al kiosco. También dejé de hacerlo. Que nos vayamos todos ya a la mierda, pensaba
al reanudar el paso, al confirmar cada día que hasta el periódico de referencia también era ya inútil. Que todo se hunda ya de una puta vez si es
que tiene que hundirse, pero que no nos sigan llenando de miedo y asco todos
los días con leyendas y conceptos de ciencia ficción (prima de riesgo,
rescate, recapitalización) que
prácticamente ninguno entendemos de facto porque no les interesa que lo
entendamos. Que se joda todo ya, si es que se tiene que joder, pensaba, pero que se acabe ya esta puta incertidumbre
y así al menos podamos volver a empezar
El otro día me mudé. Por décimo-no
sé cuánta vez ya. A una casa blanca, amplia, barata, recién pintada, con vistas
a los sueños lorquianos que tenía uno de adolescente, cuando mucho antes de
casi todo (sí, lo siento: yo también soy feliz, a veces, en medio de la
desgracia de los hombres). De entre las cosas que los anteriores inquilinos
dejaron allí, una tele. Un monitor. Hasta me alegré un poco al enchufarlo,
pensando que al menos en el calor de la siesta y en algunas noches podría
pillar algo que merezca la pena. Era la hora de comer, así que puse –viejas inercias–
el telediario. Salieron los psicópatas retorciendo por enésima vez el tornillo
del garrote vil. Duré poco. Ya con la comida acabada la volví a encender. La
Sexta 3. Ponían una película bellísima de José Luis Cuerda basada en un relato
tanto o más hermoso y terrible de Manuel Rivas, La lengua de las mariposas. Hacía años (mucho antes de casi todo)
que no había vuelto a verlos, ni la película ni el libro de relatos de Rivas (Qué me quieres, amor). La pillé,
precisamente, en ese momento en que en la escuela homenajean al maestro,
interpretado de manera subyugante, tremenda, conmovedora, por el inmenso Fernando Fernán
Gómez
Pillé esa película justo en el
momento en que el director del colegio le dice al profesor gracias, muchas gracias, en nombre de todo el pueblo, y los padres
de los niños aplauden, y los niños aplauden, y el cura y el militar se miran de
soslayo diciéndoselo todo sin decir nada, y un padre malencarado, rufián, se
lleva a su hijo de la clase como una exhalación, borracho de ira, justo cuando,
con los ojos húmedos y el corazón en la garganta, el maestro Fernán Gómez dice
para todos los que le oyen (cito de memoria): “Si conseguimos que al menos una generación, una sola generación,
crezca libre en España, ya nadie podrá quitarles la libertad”
Y, como otro maestro -José Hierro- en
una situación parecida,
no le he dicho a nadie
que estuve a punto de llorar
1 comentario:
Me gusta esa cadencia en el texto y esa tristeza que trasciende, muy en el contexto triste de la actualziadad más actual; menos mal que desde ese "que se jodan" hasta tu balcón, hay un espacio de libertad que llenas con la tinta con la que te drogas.
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