martes, 30 de junio de 2009

La ciudad del viento


El mal, no los errores, perdura,
lo perdonable está perdonado hace tiempo,
los cortes de navaja
se han curado también, sólo el corte que produce el mal,
ése no se cura, se reabre en la noche, cada noche
(I. Bachmann)



Aquí, en la ciudad del viento, donde a veces no canta nadie y donde pensaba que jamás llegaría el verano (para los lugareños es un mito), aquí también es posible, sin embargo, dejar el balcón abierto en estas noches; oír de madrugada a alguien que silba, el rumor lejano de las avenidas, unos tacones que se pierden a deshora: Aquí, donde el invierno más largo, más salvaje, más incomprensible de todos los tiempos. Aquí: donde la carta de nieve antes de ayer. Es inaudito. Es un misterio. Y también un consuelo para los sentidos mediterráneos y la obsesión congénita por la luz, las estaciones, las horas del día, que deben marcar el punto exacto de la piel en cada época. Ah, pero nada más. El calor de la siesta, la brisa de ahora y el rectángulo nuevo de sol en esa pared a media tarde no son más que otro espejismo: el verano miente a raudales en esta tierra. Pues sigue siendo la ciudad del viento. La gente que llena las terrazas y los parques apenas lo nota, pero esta brisa que parece traer aires del Sur es sólo un vendaval amainado que continúa barriendo la memoria de todo aquello que dejaste atrás; son legión los extranjeros que llegaron aquí huyendo de algo, o empujando al corazón para empezar de nuevo, acuchillando a jirones la nostalgia. También tiene esta ciudad el raro sortilegio de proporcionar una coartada para no pensar en aquello que sucedió en otra parte, pero que sigue sucediendo cada día, cada noche, que quizás sucedió para siempre. Llega el viajero malherido al aeropuerto, y al tomar el tren que ha de llevarle a su hogar provisorio empieza a notar que se aleja de sí mismo, o de esa parte de sí mismo que sólo mira de soslayo en los espejos. La vida puede ser entonces un folio en blanco, una copa de vino y un libro en un bar sin pasado ni futuro, una guitarra imitando acordes de canciones nuevas. Sólo tú y ahí fuera. Habitando sólo los sentidos, y no las catacumbas de la conciencia, llenas de serpientes y agua sucia. Sin embargo, es ésta una dádiva que la ciudad del viento ofrece a diario sólo a los más fuertes, “los que saben vengarse, los que saben defenderse”. En estas noches de verano, de viento dócil travestido en brisa, el único remedio eficaz es un licor de amnesia que sólo toleran los hígados más racionales, los más fríos, los más hechos a la intemperie. Apuran impávidos el vaso, acechando desolados el viento que no llega, y con los ojos vidriosos pero sin pestañear piden otra en la barra. Otra de olvido, pordiós. Algunos de ellos aguantan hasta al amanecer, y consiguen dormir en paz. Otros, con menos suerte, acaban vomitando en la esquina un charco descomunal, como una lágrima, lleno de fotos viejas que ni siquiera ellos mismos recordaban ya. Pero todos éstos pertenecen a la estirpe de los fuertes: los que saben vengarse, los que saben defenderse. Existen, en la ciudad del viento, otros seres más oscuros, desclasados, marginales. También viven en las barras, pero no consienten una sola gota de amnésico en la copa. En invierno desafían al vendaval y se calan una boina que les mantiene la memoria en llamas. En las noches de verano, cuando regresan por la calle desierta, respiran desobedientes el silencio. Y echan a correr despavoridos, sin vacilar, en cuanto un soplo de brisa amenaza con quitarles lo que duele.





3 comentarios:

Maria dijo...

Sólo espero que seas un veraneante accidental en la ciudad del viento.

Miguel A. Ortega Lucas dijo...

Accidental, exacto

Aunque en todas las ciudades -o casi- me sienta un habitante más :)

Maria dijo...

:))
Hasta el próximo respiro de tu ajetreada vida.
Con lo de (Y digo yo...), cuando tenga un suspiro te lo cuento, vale ;)
Y gracias por el detallazo a domicilio.