miércoles, 8 de abril de 2009

Manuel Cuesta o los superpoderes


Es mi amigo, así que todo lo que diga a partir de ahora puede considerarse –como siempre, por otra parte- inapelable y subjetivo juicio de mis partes soberanas. Sin embargo, no creo que sea nada desdeñable el hecho de que, antes de que lo fuera, yo ya pensaba, o sospechaba, exactamente lo mismo de él.

Se llama Manuel Cuesta Trinidad. Tiene treinta y pocos tacos, es sevillano de Madrí, y es cantautor. Una tarde de finales de verano, hace cosa de dos años y medio, y creo recordar que por recomendación de mi vieja cómplice
Mar de la Mancha, di con una canción suya (Báilame el agua) que hizo que se me disparasen todas las alarmas de ese radar que llevo encima para no perderme ni una sola de las cosas que pueden emocionarme, quitarme el frío, sacudirme las venas. Quién carajo es este tío, pensé en voz alta. Y así, feliz, expectante, con la alegría del crío que encuentra la boca de una nueva gruta (esa alegría que siempre siento cuando descubro a alguien que sabe contar lo que hay que contar como hay que contarlo), fui a enterarme cagando leches. Bendito internet, por cierto, se pongan los esgaes como se pongan, porque a ver cómo diablos iba uno a descubrir estas joyas con los Nosecuántos Principales y la Operación Hermano que los parió (un monumento ya para el hermano en armas Víctor Alfaro, por cierto). Bueno. El caso es que fui a parar a su web, y, por obra y gracia de su gentileza –además de un músico inmenso Manuel es un santo varón (laico)-, la saqueé hasta no dejarme ni uno solo de los discos y maquetas que puede cualquiera bajarse por la cara. El deslumbramiento, entonces, fue mayor. Aquel desconocido íntimo, aquel talento súbito, además de tener un color de voz que sólo sale cuando el diablo te pasa un trago –el hijoputa-, cantaba con el corazón en un puño y en el otro el inventario de todas las cosas que le hacen a uno temblar de sangre o temblar de desamparo. Quiero decir: era uno de ellos. Uno de esos especímenes que de tanto mirar y acabar viendo tantas cosas no tiene más remedio que agarrar una guitarra y cantar (gritar), como la única rebelión posible. Ver la fiesta y su final, ver las sábanas revueltas de la noche anterior y también las mantas rotas del mendigo, ver la luna y su cara en sombra como un callejón lleno de lobos. Este especímen se llamaba Manuel Cuesta, y sólo me bastaron cuatro acordes para emparentarlo con otros ya conocidos que se llamaban, se llaman, Ismael Serrano, Carlos Chaouen, Quique González, Etcéteras. Ésos a los que también saludé con alegría salvaje en su momento, hermanos mayores de mi quinta e hijos más o menos legítimos o bastardos de los papás Sabina, Serrat, Aute, Silvio y más Etcéteras.

Podría decir muchas cosas de la música de Manuel, del Cuestautor, pero tampoco es que sea uno Diego Manrique. Sí diré al menos que no hay dinero que pague la compañía de una mano amiga en mitad del vendaval, de una voz muy vieja y muy lejana que te cuenta exactamente lo que te está pasando en el momento justo, de alguien al que no conoces pero que te invita a hacer los coros cuando bajas la calle casi bailando de adrenalina, o la remontas ya de noche, con las luces tiritando al mismo ritmo que tu sombra. Algunas de sus canciones son escupitajos elegantísimos a la perversión a la que nos tienen acostumbrados los que mandan, otras celebran o levan amarras de la belleza que aún resiste o que tuvimos, y
alguna otra, directamente, no puedo oírla sin que se me ponga la garganta boca abajo. En cualquier caso, un escalofrío de gratitud que uno, si es bien nacido, debe corresponder como buenamente pueda. De modo que, a cuenta de mi condición de becario plumilla (la supuesta generación 0 ésta que se han inventado ahora en estado químicamente puro), me planté una noche en un café de Malasaña para darle la mano y explicarle que me salía de la flor escribir algo sobre él en el periódico en el que curraba por entonces. Luego vinieron las noches de vino, risas y aventura en el Libertad 8 y otros bares, donde puede uno pasárselo como un enano escuchando al artista -acompañado muchas veces por el bucanero Alfonso del Valle-, o haciendo otro tipo de cosas igual de interesantes con sus versos de fondo. Luego vinieron las noches en las que, compartiendo confidencias y cachondeo entre subidas y bajadas al escenario, me di cuenta de que no había conocido a un tipo al que admiraba por su arte, sino a una persona admirable que te hace sentir orgullo cuando te llama amigo.

Y a eso voy. Sucede que Manuel saca nuevo disco, nueva criatura musical, nuevo regalo. En cuestión de semanas, y cuatro años después de sus Días rojos –el trabajo que mejor daba la medida de su potencial hasta la fecha-, Manuel tendrá recién sacadas del horno de su talento doce nuevas canciones para contarnos muchas cosas sobre nosotros mismos, pero también sobre él. Porque la obra en cuestión lleva por título La vida secreta de Peter Parker. Que es un amante acérrimo de los cómics lo sabe todo cristo que le conozca un poco, y de ahí la alusión y de ahí el universo –gravitatorio en torno a la infancia- sobre el que ha hilvanado esa joya musical. Pero también sucede algo curioso: en realidad no sabemos de quién es la verdadera identidad secreta, si del cantautor con superpoderes de brujería que sale sin máscara al escenario o del joven anónimo e intrépido que desde las siete de la mañana debe correr en busca de la primera foto de la realidad. En su caso es difícil saber cuándo es y cuándo no el superhéroe: probablemente porque lo es todo el tiempo. Teniendo que dedicar muchas horas a otras labores menos líricas para pagar su apartamento neoyorquino, digo, madriles, Manuel Cuesta ha sacado el entusiasmo, la fe, las energías y los arrestos suficientes durante estos últimos años para currar como un estajanovista y salir pitando luego a cualquier garito de Madrid o Sevilla o donde se terciara, querer a su pareja, a sus familiares, a sus amigos, traer a este mundo a una hermosura de niña –Ana-, soportar a los plastas como el que suscribe y además parir su mejor trabajo. Que se dice pronto.

Así que no, no nos queda muy claro quién es el arácnido y quién es Peter Paker. Lo que sí es diáfano como el mediodía es que Manuel ha terminado un disco redondo, y válgame la redundancia. Como los más grandes, mejora con el tiempo, de modo que todos los cortes que he tenido la suerte de oír me parecen de primerísima fila. Toca todas las escalas de la emoción, se viste con unos arreglos de lujo –inmensos los hermanos Villalba-, se supera a sí mismo. Además, canta un tema a dúo con su colega Ismael Serrano, homenajea de manera bellísima al maestro Cohen, y hasta ha tenido la caridad cristiana de poner música a los ripios adolescentes de cartón de uno que es un degenerao y se cree poeta, el pobre (insoportable anda el chaval, últimamente, con el despropósito). Pero ya he dicho que no soy objetivo, o casi. De modo que búsquelo por internet, indague,
 compruébelo usté mismo. Y si nota un escalofrío en la espina dorsal no lo achaque al clima: se rumorea que ya llegó la primavera, y tiembla uno por otras cosas.



3 comentarios:

Anónimo dijo...

gracias por el descubrimiento, que grande. un beso

Sent dijo...

A esta primavera no hay quien la entienda

Miguel A. Ortega Lucas dijo...

Nunca mejor dicho