miércoles, 30 de mayo de 2007

Oros

Dice Manuel Vicent que, en los momentos en que no se siente bien, cuando su estima cae hasta niveles alarmantes, procura acogerse a sus cartas de oros: esos naipes que cualquier persona mediocre posee, por más anodina que haya sido su biografía, y que pueden salvarle la partida en según qué circunstancias. En su caso particular, mi vecino mediterráneo convoca “aquellos latidos que daba la naturaleza contra mi cuerpo, cuando de niño me tumbaba a la sombra de un limonero donde cultivaba una pequeña huerta de legumbres”. Hay que imaginarse entonces al venerable escritor, con su efigie de senador romano, regresando a la siesta de un verano de hace siglos en que todavía soñaba con ser feliz, mientras a ras de suelo remonta la Castellana camino de un café –yo le vi un día, hace años- en el que sabe sólo encontrará a los fantasmas de los amigos que le esperaban.

Todo el mundo tiene algunos oros a los que aferrarse cuando las cartas vienen mal dadas, cuando el Diablo reparte juego, cuando parece que el único que no sabe jugar eres tú. Si acaban de echarte del trabajo o tu cometido en la empresa que te contrató por cuatro duros es un intento de reedición de Auswitch, es probable que mientras saboreas el primer café de la mañana aún tengas tiempo de recordar las clases de lengua o de naturaleza en el colegio, cuando la profesora recitaba a Machado, o distinguía entre hojas caducas y perennes, mientras tú mirabas a contraluz de la ventana de la huerta y presentías la mirada furtiva de ese niño que aún no se atrevía a tirarte de las coletas. Si el partido político que supuestamente defiende tus principios tiene como cabeza de cartel a un idiota semianalfabeto, o si cayó estrepitosamente en las elecciones ante la carcajada de la caverna neoliberal, puede que también tengas la suerte de recordar las lágrimas de algún anciano de tu familia asistiendo atónito al triunfo de la democracia, después de cuarenta años de sudar, y llorar, y callar. Si dejaste tu casa y andas acuchillándote con el examen de Reproducción sexual de los camellos en la Constantinopla Citerior, en una ciudad que no es la tuya y rodeado de extraños y con un nudo constante en la garganta, quizás tu naipe más luminoso sea el recuerdo de aquel verano adolescente quitándole a La Manga el sujetador; quizás, con mucha suerte, la promesa de otro verano a la vuelta de la esquina con mediodías diáfanos y atardeceres rojos y anocheceres azules brindando con tus amigos por el escote jovencísimo de la luna.

Es cierto. Debe de ser cierto que ante los momentos más siniestros de la partida, cuando todos parecen jugar con las cartas marcadas menos tú, cuando sólo caen bastos y el alma de tahúr es imposible porque tienes la estima por los suelos y ni puta gana de hacer trampas contigo mismo, en esos momentos debe de ser cierto que todos tenemos siempre algún oro con que alumbrarnos la memoria y sonreír. Y pienso que sería una maravilla poder hacer trampas, pero junto con todos los que corren ahora la misma suerte: pasarnos furtivos las pocas buenas cartas que tengamos por debajo de la mesa, ayudar a quien no pueda jugar.

Aquí espero a quien quiera delinquir. Yo personalmente no puedo aportar mucho: sólo un par de bastos; un caballo viudo. Pero también una sota rubia en la memoria que no envejecerá jamás, y la baraja española con que alguna vez me enseñaron a hacer solitarios, hace siglos, frente al atardecer añil de la Atalaya.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

yo, de pequeña, estuve enamorada del caballo de copas (tan moreno él, tan apuesto...). Leyendo tu post, ese recuerdo me revela ahora un par de verdades bastante inquietantes. Supongo que sí, semigolfo, que tienes razón, y que por suerte siempre hay algún oro al que aferrarse, aunque a veces haya que remontarse muchos, muchos años. Nostalgia nunca, quizá melancolía :-)

Anónimo dijo...

Cuando pintan bastos el pasado no sirve, el presente es mentira y el futuro no existe.

Yo puedo aportar un par de monedas, los arcanos mayores del tarot, el as de copas, la reina de corazones y la intención de ganar la partida.

Anónimo dijo...

La misma baraja con la que me dejaban ganar a la bresca, cuando el Zorro era el Zorro y Curro Jiménez era más joven. Los cojines del sofá amontonados. La caja fuerte mejor escondida; el tesoro más valioso.
El mismo atardecer de Atalaya y Ducados de domingo.
Tus Oros son los míos.

Miguel A. Ortega Lucas dijo...

-Siempre había algún moreno, en caballo o en moto, que resultaba ser un gilipollas mientras los demás sólo aspirábamos a encontrar un comodín

-Acepto tus monedas, niña, y tu as de copas lleno de whisky; lo de las reinas de corazones...

-Nuestros Oros, Pablico: los nuestros

Anónimo dijo...

En cualquier caso, cuadrilla, tarde o temprano, siempre acaba saliendo la muestra de bastos, así que tampoco desesperéis.

Bueno si no sabéis jugar a la bresca entonces sí, desesperaos.

Un Cordial Saludo.