Y el otoño es ese claroscuro, esa penumbra ocre, ese tren
que cabalgaba hacia el norte, o de vuelta al sur, entre la luna y el crepúsculo.
(Era otra alucinación: en la ventanilla del flanco poniente se hundía la gran
alcancía de oro; en la de oriente ya el cielo era oscuro, ya se limaba las uñas
la luna creciente. “Márchate si ha
llegado la hora”. Y alguien lloraba en un andén donde rompía el acordeón
del mar.)
El otoño fue siempre esa canción vislumbrada en una hoguera,
esa leyenda que ocurría a lo lejos, a lo lejos siempre y siempre sin nosotros:
en algún lugar del monte un crío escuchaba a un anciano con voz de sauce la historia
repetida de los siglos; en un pueblo más cercano un crío algo mayor escribía a
la luz de un flexo y se manchaba de azul con la verdad más honda de su vida, la
lluvia cayendo en soledad.
Y el vislumbre niño de escolar: Vístete de atardecer,
de camino rojo con
pétalos de septiembre,
y vente a la fiesta
del furtivo otoño en
su casa junto al río
...
aprenderemos, como
cada año,
el tiempo del ocaso
permanente,
la tristeza tranquila
de la lumbre
de cuando todo a
punto,
todo a punto de
empezar: 19 años; en esta misma ciudad, en aquel balcón con vistas a todos
los otoños del mundo, con todo siempre a punto de empezar
(...“ahora que todos
los cuentos
parecen el cuento de
nunca empezar”: el perfume, la cota de malla de cuero, el puñal al cinto,
el antifaz: siempre buscando una ventana, siempre).
Y siempre una lámpara, una lámpara encendida toda la tarde,
toda la noche. Siempre una luz amarilla como ésta, compasiva como ésta, del oro
polvoriento de una antigua fotografía, alumbrando el camino desde cualquier
rincón de todos los otoños del mundo. Algo que estuviera siempre a punto de
empezar, de la ciudad a los senderos negros, del monte al violín de avenida
oceánica por donde vaga tu sombra (vagó:
vagará) en la ciudad del invierno. ... Siempre una luz y una ventana, una
pared dormitando dentro y quizá niños en la calle, carruajes que pasan, pasos
que avanzan sobre los adoquines bajo un solo farol que existe sólo (aunque
exista realmente) en un rapto de sueño que alguien tiene en alguna parte,
soñándome a mí mientras lo sueño; una alcoba en penumbra que no hay. Y también,
siempre, un fantasma de perfume asesino que yo invocaba, escondiendo plegarias
de deseo bajo los apuntes del instituto. En la calle estarás, en algún lugar
del anochecer de este otoño, estarás –pensaba en esas tardes; escribí luego, años después, en otras muy distintas.
Acechando, buscando, esperando: qué gema de viento dulce; en
cuál esquina. (A ton étoile, tocaba
Yann Tiersen; canta aquí en el balcón en cueros de la columna: A ton étoile). Donde marzo era un
octubre equivocado; donde octubre fue la nueva ceremonia en que quisimos arriesgar vendándonos los ojos, brindar a contraluz mientras Europa se derrumbaba
afuera (mientras corría despavorido otro tren, antes de que se cerniese
definitivamente el frío).
Y esas noches en que regresé, regresaba; anocheceres que no
han terminado todavía, que no terminarán nunca, regresando aún por esas calles
encharcadas de farolas mientras yo mismo me esperaba, escribiendo todo esto,
antes de escuchar al fin tus pasos en la escalera final que subía desde el
castillo gris al refugio del vino y la hoguera y el cuento tuyo.
(Tengo 25 años y una mujer me mira leer, con la esperanza
anticipada de un desastre –that night
that you planned to go clear–; tengo 23 y cobijo a una niña mientras
duerme, otra vez, otra vez mil so pass me by, I’ll be fine, just give me time; tengo 27 y un cuervo me trae el
mensaje del rey –En noches así, tú eres mi casa–. Tengo todos los otoños del mundo y me despierta esa canción,
aquélla, la de aquellas mañanas de sol y bondad con que la vida me acariciaba los
ojos soñolientos. La canción de todo lo que volvió siempre otra vez mil a
empezar.