jueves, 24 de diciembre de 2015

Versiones de ti mismo (en el cajón)



Las gafas adolescentes de finales de los 90, metidas en su carcasa ajada, con las que soñé ser alguna vez Lucas Corso. Las fotos de una fiesta sorpresa de cumpleaños, casi recién llegado a Madrid, diciembre de 2001, perpetrada por cuatro franceses, una chilena y un norteamericano que apenas me conocían; que me hicieron sentir como un crío de 8 años, no de 18. Las fotos de los años del instituto y de los años de la universidad, absurdamente vividas antes de ayer, y su reguero de muertos. Una agenda súbita del año 2005, que alguien me regalaría otro cumpleaños, por la que puedo ahora rastrear las huellas (escritas en clave) de un invierno en que resucité, en que vendí de nuevo el alma a cambio de un rincón, de una vela, de una cama que no helase con vistas a aquel frío; una agenda en la que fui consignando las señales de episodios que olvidé, que ya apenas adivino (1 de febrero: ‘Tarde y luz de ocaso en la facultad: Recuérdalo’). Cartas de un solo folio, escritas a mano por una post-adolescente, que yo “no me merecía”, pero que me acabó escribiendo, al cabo. Dibujos de esa aprendiz de mujer, y de alguna otra. Las notas finales de 1º de Bachillerato, junio de 2000, Letras puras (del 5 al 10, lo que usted quiera). Más fotos; fotos de aprendices y maestras, “retratos de novias que nos olvidaron”; fotos que un día sepultaste / y que ahora vuelven, / te escupen con su pánico al salir, / emergen intactas de su escándalo. Postales de felicitación de cumpleaños, postales de felicitación de navidad, postales de pésame, postales del extranjero. Fichas de clase de la facultad que no entregué nunca, con una foto que era en realidad de 1º de Bachillero, o 2º. Invitaciones flamantes al fallo de un premio de poesía que nunca me dieron, diciembre de 2008 (todo, todo parece haberme sucedido en diciembre). Fotos de otro que sí me dieron; mis padres, mi hermano, mi maestro, mi mejor amigo, diciembre de 2009. Una bolsa con monedas totalmente desvaídas, borrados y pulidos los grabados como piedras de río, que podrían ser lo mismo de la guerra civil que de la Isla del Tesoro. La harmónica Star que saqueé de algún cajón de la casa de la abuela, o que alguien me regaló de niño, y que quisiera saber tocar. Un paquete de LM vacío, recuerdo quizás de una noche memorable con alguien que fumó siempre de esa marca, y ya no fuma más en este mundo. Las acreditaciones de prensa de cuando fui corresponsal en Norteña, con caras de niño asustado, de niño que quiere dejar de ser niño, de niño cansado que sabe aún le queda mucho para dejar de ser niño. Un pasaporte olvidado de alguien que no soy yo, que ya no viajó más conmigo. Las fotos que me echaste al llegar aquel verano a nuestra casa blanca del barrio morisco, hasta guapo esta vez. Un frasco vacío del perfume (de traición) que compré para ti en la ciudad del Aleph, que yo me llevé del cajón vacío de la casa blanca, y que ahora huele a culpa, a remordimiento, a urgencia
por algo que te pide explicaciones,
por algo que te purga dulcemente
el daño que tú hiciste o que te hicieron.

Y todo lo demás que creo mi historia, los avatares de mi vida, las versiones de mí mismo. Todo eso que quiere convencerme de que es yo, siendo apenas el dudoso testimonio de mil sombras sucesivas.