lunes, 13 de abril de 2015

Cosas que quise decir (o recordarme)




Estuve, hace unos días, en mi instituto: en el que estudié, en el que pasé de niño a menos niño, en el que padecí ese virus (maravilloso y siniestro) de la adolescencia. El Diego Tortosa de Cieza cumple este año medio siglo de vida, y algunas personas de aquí y de allá (profesores de Lengua que recitaban poemas, profesores que son poetas de la Sierpe y el Laúd, profesores que me compraban libros de poesía y que me concibieron incluso) tuvieron a bien invitarme, con confianza digna de mejor causa, a que me pasara por allí un día, a contarles a esos retratos sin terminar, de 15 ó 16 ó 17 abriles, lo que yo quisiera. Sobre periodismo, sobre poesía, sobre lo que se terciara. Por supuesto, terminé hablando de lo que me salió en ese momento, por más que me escribiese algunas pautas previas. Les recité alguna cosa, les advertí que no se fiaran ni de la madre que los parió cuando leyeran o escucharan una noticia, les dije que leyeran para defenderse del mundo, y les conté alguna leyenda negra propia de cuando yo tenía esa edad y ellos, algunos, aún no habían nacido (y no era broma, pensé, tragando saliva).

Pero, entre las prisas porque tenían clase después y demás, olvidé o no terminé de redondear bien algunas cosas que quería decirles. Cosas que me hubiera gustado dejar en el aire para que luego ellos las leyesen mejor, de manera clandestina, como cuando te pasaban una nota furtiva de uno a otro pupitre.


Quise, quería decirles que no tuvieran miedo, o que tuvieran al menos el miedo justo –como alguien me dijo a mí, hace años–. Que la vida es más larga, más paciente y más sabia que cualquier carrera o crisis o desamor. Que se arrepentirían después de las angustias y sufrimientos gratuitos, cuando fueran conscientes de cómo funciona el Tiempo

Quería decirles que es ahora, cuando van creciendo hasta su edad pero aún les queda algo de niños, cuando tienen que aprovechar su tiempo en vivirlo todo y sufrirlo todo y absorberlo todo con la ferocidad irrepetible de esos años, las cosas que sí merecen la pena sufrirse porque es la alcancía de escalofrío (no de dolor, al cabo) que da de llover fértil al alma durante toda la vida, si uno es valiente y no renuncia a las emociones en carne viva ni a la desvalida y colosal estupefacción del niño. (“Aprovecha que eres joven para sufrir todo lo que puedas, porque estas cosas no duran toda la vida”, aconsejaba su madre a Florentino Ariza en El amor en los tiempos del cólera)

Quería decirles que no dejaran de ser niños porque un niño pregunta constantemente y en esa pregunta insobornable y tenaz (del mejor periodista posible, el niño) se esconde el anhelo único por el que algún día, quizás, nos hacemos la pregunta (reveladora, quebradora de máscaras) que nos salva la vida

Quería decirles que viviesen alerta, muy alerta de sí mismos porque en la vida, en esta vida tal y como está montada, nos vamos construyendo, demasiadas veces, según y cómo queremos que la gente nos vea, o incluso como ellos mismos nos ven (o creemos que ellos nos ven), de modo que corremos el peligro de acabar siendo lo que los otros pretenden que seamos (ese colosal malentendido), poniéndonos una máscara tras otra hasta que no nos reconocemos en el espejo. Que, si son valientes y no dejan de escucharse hacia dentro, su propia voz no dejará de recordarles el sueño invencible de quiénes son, y qué han venido a hacer aquí

Quería decirles que la mayor asignatura de su vida, la más grave y más honda, es llegar a saber quiénes son, porque (esto sí lo dije) “en realidad, siento ser yo quien os lo diga, aún no tenéis ni p. idea de quiénes sois. Ni yo siquiera, todavía”

Quería decirles que las demás asignaturas son importantes o al menos necesarias para lo siguiente a lo que tengan que llegar, pero que no lleguen nunca a creerse que sólo son un número. Les quería decir que no se creyeran nunca que son un número, porque las notas que les ponen son mentira en muchos casos y sobre todo porque el único examen es de conciencia, la vida ya te pondrá las notas correspondientes, y “a la tarde todos seremos examinados de amor”, dijo San Juan de la Cruz, y yo saludo. (A la tarde: cada tarde al mirar al horizonte, como don Antonio Machado; al anochecer a solas con nuestra sombra y su candil cuando llega puntual nuestra conciencia a pedirnos cuentas por nuestro saldo de amor y terror y dolor)

Quería decirles que crezcan, pero que no envejezcan. Que la felicidad sí que existe pero que jamás la encontrarán fuera de ellos mismos en la carrera de cuádrigas a ninguna parte. Que la vida en general no tiene sentido, pero la de cada uno y cada una sí: consiste precisamente en encontrar el sentido, en vivir esa aventura, aprender de qué va su juego


Quisiera haberles dicho también, al fin, que da igual si saben o no estas cosas, porque las aprenderán por sí solos, si quieren y les toca aprenderlas. Y aun así, aun así, en la vida solemos tardar muchos años en aprender a escuchar lo que llevamos oyendo (diciéndonos a nosotros mismos) toda la vida.



[Yo escuchaba esta canción, el corazón en cueros, hace ahora catorce abriles: cuando ya dejaba el instituto y empezaba a saber algunas cosas que no he terminado de aprender aún: