Vivir compromete siempre; vivir a fondo, manchándose las manos y los ojos y la voluntad, compromete absolutamente, “hasta las últimas habitaciones de la sangre”. Para esa rara estirpe de los verdaderos artistas, aquellos que conciben su oficio como un veredicto, no una ocupación, como un destino y no una posibilidad, como devoción y no como excusa para desfilar en los escaparates de lo fatuo, tal cosa es una fatalidad: tal compromiso no es algo buscado ni deseado ni mucho menos autoimpuesto; se da con aire inevitable en su obra igual que el corte hace sangre, como comparecen a su hora el llanto o la risa. No porque tengan que comprometerse, no porque alguien lo haya decretado o toque agitar la banderita de este mes, sino porque el verdadero artista vive y crea absolutamente, y jamás puede quedar fuera de ese absoluto el centro mismo de su vida y el de todos los que la comparten con él, fatalmente, menesterosamente; para bien y para mal. [Sigue leyendo en FronteraD]
Del color de las grandes pasiones
y desgracias. Del negro suntuoso de
los cuervos. Del camino blanco y curvo de
mi corazón a pie. Del blanco y negro de alguna fotografía del corazón en que
reza un hombre, a lo lejos en el norte, ante una legión de tumbas vacías.
Dejadme la esperanza
Hay un pueblo silencioso y blanco
y quieto en el corazón, con jardín derruido pero de pie, con sol y pájaros de
mediodía en el acorde unánime de noviembre y el silencio. Es el eco nupcial de
lo extinguido. Es el luto de vencejos en la piedra.
Es la piedra fresca y limpia
donde meditan los muertos su
silencio
Pero habla. Es una reunión
soleada que no dejará de hablarse nunca. Susurran los ancianos en su parla y
parla y en cada recodo del inmenso panteón del aire azul, como en un patio.
Hablan, de puerta a puerta, en el pueblo blanco y mudo del corazón, como el
rumor indescifrable de los pájaros
(Por alguna calle pasa un niño;
ríe y corre, corre y ríe; ya no pasa más)
Allí al sol; y en el umbral de
alguna conversación adolescente que se olvidó como se olvidaron todas. Absortos,
todos, en su atareada costumbre de morir.
En cualquier recodo del corazón los encuentro esta noche, esta mañana, esta
mañana que es ahora, y ya no sé cuántos me están hablando –ni lo que me están
diciendo ahora
Hay un ejército velando cada día
una mañana de sol desvaneciéndose
(Venga, Miguelillo, que hace sol)
Pero quién me despierta, cuándo;
quién vuelve ahora de la calle en el crujir de la cerradura, la tos en el
bastón, y la sorpresa de cuento
Para que esté llena de flores, yo la recuerdo también; las recuerdo
a ellas también en el jardín, arrodillándome
Hay un pueblo clamoroso y mudo,
de amistad y llanto, en el pueblo del corazón que nunca acaba. Es una amistad dentro de mí mismo. Un
animal que duerme aquí. El soldado más noble de su estirpe en su cosecha de
canas y su espada; el hermano pequeño y doble con su espada de madera, de su
mano