lunes, 28 de octubre de 2013

Un suicidio, un desahucio, una casa que ya no habita nadie

El viaje en soledad de Domingo, el del kiosko

"Igual, esto está igual", dice Pepe, detrás del mostrador de su tienda de golosinas. Y lo cierto es que para cualquiera que volviese, un año exacto después, a la calle Arzobispo Guerrero del granadino barrio de la Chana, sería un diagnóstico extrañamente certero. Nada parece haber cambiado en estas calles, entre la gente que va y viene de sus asuntos en el trasiego laborioso del mediodía; en los vecinos que se paran a conversar, al encontrarse, o en el rumor de niños volviendo del colegio. Ni siquiera en la vieja fachada del número 15 de esta calle: Librería Papelería Domingo – Prensa/Revistas. Ahí sigue el letrero, sobre una persiana verde, y en los bajos de una vivienda igualmente clausurada. Sólo un detalle, casi imperceptible, ha variado: el año anterior había velas encendidas a los pies del kiosco; esta vez son ramos de rosas... [Reportaje para eldiario.es]

lunes, 21 de octubre de 2013

Entrevista con Miguel Ríos (o 'los viejos rockeros nunca callan')

Vuelvo a Granada, cantaba hace casi medio siglo, cuando en realidad se estaba yendo. Pero lo cierto es que Miguel Ríos -69 veranos, casi 10 millones de discos vendidos y ni un solo pelo de tonto en su heroica cabellera plateada- nunca ha dejado de volver… para irse de nuevo, a los tantos días: saciado de la "belleza narcótica" de su entorno y al tiempo víctima de la "intoxicación" que le provoca una ciudad "netamente mejorable", según él, "resignada". En la que siempre suena de fondo "la canción de la tradición" y a veces sólo hay salida "por las estrellas", pero a la que sigue profesando una fidelidad a prueba de años, carreteras y gobiernos municipales. Precisamente para presentar su flamante libro de memorias, dentro del ciclo Letras capitales del Centro Andaluz de las Letras, regresó esta semana el padre putativo del rock en español. En Cosas que siempre quise contarte, Ríos da cuenta sin complejos de todas sus idas y venidas tras 50 años a la vanguardia de la música popular a uno y otro lado del Atlántico. Un libro -justo es señalarlo- escrito con pulso de orfebre, lúcido, divertido y humanísimo, como el propio autor, en el que disecciona con valentía los espejismos de la gloria y lo que queda después del espejismo: un tipo que sabe bien que "es difícil que Bob Dylan se sienta Bob Dylan en Motril"... 

[La entrevista completa, en eldiario.es]

miércoles, 16 de octubre de 2013

Este colosal malentendido

Hay un velo, hay un velo en todos, en todo. Un velo que se va espesando con la edad, se va oscureciendo; y al tiempo te das cuenta de que ya no puedes mirar a los ojos, o de que mirar sólo equivale a mirar otro velo, como se mirarían dos animales de carga, o dos mujeres enjauladas en un burka.

La vida es un colosal malentendido: yo no sé lo que tú piensas, lo que en verdad sientes, pero me lo imagino (me imagino lo que me conviene, generalmente); aquél no sabe qué eres, quién eres tú en realidad, pero prefiere formarse su perfecta imagen mental plana, sin aristas, antes que acercarse a ti a comprobarlo (las aristas difieren, cortan, cuestionan; lo plano es más cómodo). Yo me hago una idea de ti –proyección tantas veces de mí mismo–, y actúo en consecuencia: no mirándote a los ojos, sino a través de ese velo que nos ha ido poniendo, imponiendo la vida poco a poco; una telaraña de miedo, una cortina de pudor porque somos en tanto en cuanto nos miran, pero esa mirada es una trampa. Así, uno se acaba comportando no como realmente es, sino según el guión del personaje que los otros le han ido imputando, autocumpliéndose tantas veces la profecía, confirmando tú mismo el equívoco, haciendo exactamente lo que busca corroborar esa mirada como con el jarrón aquel de Dostoievski en una esquina de la habitación (“No te acerques al jarrón de porcelana de la mesa del rincón”, te dicen, o te dices a ti mismo: y al final te vas acercando poco a poco, fatalmente, como tirado de un hilo macabro hasta tirarlo al suelo y romperlo precisamente porque estabas pendiente de no tirar el dichoso jarrón del desprecio, de la incomprensión, de la vergüenza).

En vez de arrancarme el velo para que me veas tal cual soy (claro que cómo es uno en realidad, sino en tanto en cuanto otros le miran y le construyen y le ponen a uno sus máscaras para el baile cotidiano), yo acato bovinamente, con remota ansiedad a que no me quieras, no me aceptes, esa imagen que es la que se espera de mí. Pero cuántas versiones de nosotros mismos podrían aflorar si tan sólo fuéramos capaces de olvidar a quien nos mira, como cuando llegamos a una ciudad nueva y nos sentimos absolutamente disponibles para presentar al mundo el traje que nosotros queremos, y no el que la mezquina realidad (el colosal equívoco) irá poco a poco arrojando sobre nosotros hasta ser de nuevo –fatalmente– la imagen que los otros han construido de nosotros, pero no nosotros mismos. En vez de mirarte a los ojos, atravesar tu velo o arrancártelo, yo me quedo bebiendo del jarrón en esta esquina del bar, esperando –¿deseando, en el fondo?– que vengas y lo tires para decirte, desde la presunción absurda de mi miedo, mi complejo o mi miopía: Te lo dije.

Hay un velo, hay un viscoso y mentiroso velo entre todos nosotros, como el que evita de reojo al mendigo de la esquina: un velo entre mi mirada y tu verdad y mi verdad y tu mirada; entre tú y tu familia y entre tu familia y sus vecinos del tercero; entre tus amigos mismos y tú mismo, que conversáis a veces como los vecinos de un edificio que se llevan saludando veinte años: muy correctamente, cordialmente incluso, pero sin miraros jamás a los ojos, sin preguntaros lo único que cabría preguntar: Cómo estás, qué ha sido de ti todo este tiempo, cuéntame quién eres ahora, con qué cojones sueñas; que es a ti al que quiero conocer, y no al que se supone que eras hace tanto tiempo que ya ni existe.    

Marc Chagall, El carnaval nocturno