domingo, 30 de junio de 2013

Del verano, el enemigo y la vergüenza

Pienso en el verano, pienso en las largas siestas del verano; el sol varado en el balcón, la lejanía en silencio, el vislumbre amarillo de las cinco. Y pienso en cómo es posible que algunos análogos de mi especie puedan trabajar en su contra. Pues anda quedando tan diáfano como estas tardes que existe (siempre ha existido), igual que una cofradía de la belleza, una pútrida secta de enemigos de la vida. Es decir: de enemigos nuestros; de los que trabajamos para la vida y no en su contra, de los que respetamos la muerte pero no mercadeamos con ella, ni negociamos a su costa, ni la hacemos bandera de ninguna sucia aprensión no resuelta. Es cierto, claro, lo que nos contaba hace poco el maestro Félix Grande: los habrá que crean que por ganar 100 veces más que sus esclavos, vivirán 100 veces más. Claro que los hay; aunque no lo sepan conscientemente, quizás, están ahí, existen. Pero, en última instancia, qué carajo nos importarán a nosotros, y justificarán, sus enternecedoras razones, sus complejos edípicos con papá o con mamá. Miren cómo lloro porque les zurraban en el recreo, porque eran los más idiotas (e idiotos) del instituto, porque el rey Melchor no les trajo un poni por navidad, porque querían [Hitler, sin ir más lejos] pintar o tocar el piano, pero como no había talento ni gracia que rascar nos han acabado tocando y rascando a todos los demás los cojones. Miren cómo me estremezco, qué sobrecogedora penita me dan sus frustraciones. Que levanten la mano los que estén leyendo esto y no hayan tenido también razones múltiples, a lo largo de su vida, para convertirse en Jack el Destripador. (Y, cuando las bajen, por favor, que sea asimismo en la colleja de algún cretino de los que hablo).
Pienso en el verano y pienso en lo que quiero, en la gente que quiero, en quienes deseo volver a ver; hasta pienso en mi gato, de tres meses de flagrante vida, que cayó aquí sin buscarlo y como si hubiera estado escrito en alguna parte –el delincuente–, y me pregunto, mirándole dormir como un bendito, qué insondable relación puede haber entre todo esto y los sociópatas que intentan jodernos la vida e imponer una dictadura en cada alcoba, sea verano, invierno o glaciación al Norte del Muro (que también allí lo intentan: yo lo he visto). Pienso en todo esto y se me viene a la pantalla la palabra vergüenza. ¿Qué es lo que ha pasado?, le preguntaba hace poco Jesús Quintero a don Antonio Gala –un Gala ya sin tiempo ni ganas de circunloquios–. Y Gala –que amará las luces de estos atardeceres del Sur más que yo aún– respondió: “Pues ha pasado la Vergüenza. Toda la vergüenza que había ha pasado de largo”. Y que los padres se suicidan por los hijos y los hijos porque no pueden pagar la casa y etcétera, dijo. Negociando con la muerte, decíamos más arriba. Y el pensamiento inmediato que se me viene a la pantalla es el mismo que al cordobés: ya podían ir suicidándose otros, por ir probando. Porque resulta que se viene suicidando por vergüenza (también yo lo he visto aquí abajo, literalmente) la gente acosada, la gente desesperada, la gente que no puede soportar vivir creyéndose vencida a ojos de sus amigos, de sus familias, de la gente que les quiere; y resulta que los que no tienen vergüenza ninguna, ésos a quienes la vergüenza debería ahogar cada vez que salen a la puerta de la calle y se suben al coche (oficial o no) y van a trabajar en contra del resto de la gente: ésos, éstos, esta gentuza, estos cómplices de la indecencia siguen viviendo perfectamente, comiendo escandalosamente, durmiendo con menos remordimientos aún que el gato. Félix también apuntó, en un poema memorable, hace ya años, la pregunta que ahora me ronda: “¿Cómo pueden vivir / sabiendo que nadie los quiere?”. La respuesta era sencilla, a la postre: porque les importa una mierda; o tienen más miedo aún que falta de pudor, y lo único que les queda ya en su espiral de mierda es seguir huyendo hacia delante (ojalá contra alguna ventana, un día de éstos).
Pienso en el verano. Pienso en la gente del verano, la que vela todo el año y lucha por un verano comunal y sin término para todos (para todos), y me pregunto cómo hemos podido equivocarnos tanto; cómo hemos llegado a que tales cosas dependan, en tan alta medida, de esa turba de simios sin escrúpulos a los que –encima– tenemos que ver sonreír todos los días en la televisión. Demostrando casi todos, día sí y día también, que no están ahí para lo único que se les supone, que es el bien común, sino por el más común y zafio de los bienes, que es el dinero, la fama, la foto, el pesebre que garantice y perpetúe su miseria moral a un flanco y otro del Hemiciclo, a un lado y otro del anfiteatro de la farsa. Vienen ahora, además, a hablar de educación quienes no tienen ninguna, porque también nosotros les hemos consentido creer durante siglos que la educación depende de la cartera, la posecita y los humos del señorito, y no de la conducta que distingue a los hombres de los perfectos mierdas sin honor. En Japón, por ejemplo, aún se distingue a los caballeros porque se hacen dignamente el harakiri cuando ven su honor en deuda. Aquí, los que tienen honor y deudas se cuelgan de una soga en el patio, y los que no hacen más que acumular deudas de honor nos dan lecciones todos los días de en qué consiste la más estudiada y erudita hijoputez.
Yo pienso en la educación del mediodía, en la conducta de ciertos hombres y mujeres, muertos ya o gozosamente jóvenes y vivos; en sobremesas largas de siesta y en conversaciones de madrugada en la terraza, como un vislumbre de oleaje. Recuerdo el verdadero significado de la palabra educación, de la palabra vergüenza, de la palabra vida. Recuerdo a quienes han querido siempre, simple, humildemente, lo mejor para todos y no molestar nunca a nadie. Y tengo cada vez más claro que los enemigos de todos, y de todo esto, son también los míos. Que o se está con la gente o se está contra la gente, y no cabe término medio ni medias tintas. Que vivir comprometió siempre (hoy más que nunca). Y que, por mi parte, y sintiéndolo mucho, al enemigo ni agua. Así venga el verano, la ola de calor o el desierto del Gobi y nos entierre a todos de una puñetera vez.

sábado, 22 de junio de 2013

La 'maravillosa furia' de Félix Grande (entrevista)

"Sueñan con devolvernos al siglo XIX, pero no lo van a conseguir"


El poeta, ensayista, novelista, flamencólogo y soldado civil Félix Grande, Premio Nacional de las Letras Españolas 2004, no se rinde, no está cansado. Y no se calla. Tras más de medio siglo de escritura (Galaxia Gutemberg publicó recientemente su Biografía poética corregida y aumentada), en que la emoción y la opulencia verbales han estado siempre al servicio de la concordia, de la fraternidad social, este manchego nacido en Mérida en plena Guerra Civil (1937), pastor de cabras en su infancia y alto discípulo de Luis Rosales, de Julio Cortázar, de Juan Carlos Onetti, anda tan escandalizado con la coyuntura actual como un chaval de veinte años... [Entrevista para eldiario.es]

[Quizá te interese también: Félix Grande: el pozo, la lágrima, la victoria]

domingo, 16 de junio de 2013

Cambiar la vida

No se puede salir de la jaula desde dentro de la jaula. No puede uno (digamos) pretender romper una relación y seguir cayendo en la misma cama para darse fuerzas para romper la relación. No se puede pretender que cambie lo de arriba si no cambia uno, menesterosamente, lo de abajo. Soñamos todos con salir de nuestras jaulas, íntimas o comunales, pero no nos damos cuenta de que la naturaleza de la jaula, espacio, atmósfera y color de los barrotes, es el puro reflejo de nuestra naturaleza misma. Estudiamos a la jaula, no al pájaro. Error. Porque es éste el que tiene la llave última, la clave para atravesar sin miedo las rendijas o estallar de luz y fuego y fin y se acabó el pájaro, y la jaula, y los círculos.
 
Changer la vie: cambiar la vida. La vida, que es la raíz y el sustento de todo lo demás (de absolutamente todo). Nosotros, los altivos disconformes, los que venimos alzando, con voz casi inaudible entre el ruido, la palabra No ante el alud de ignominia que nos anega; los que intentamos, con nuestros insignificantes oficios o discursos o banderas, desde nuestros balcones remotos, servir a la vida y enfrentar a sus enemigos; los que en conversaciones o canciones o poemas, o en barricadas o plazas o comentarios estériles de solipsismo y red social (que sólo ayudan a quemar tensión, en el mejor de los casos: nada más) tratamos de equilibrar humildemente el saldo cotidiano del horror con algunas migajas (muy pocas, siempre maltrechas e insuficientes) de humor o crítica o belleza; nosotros, en fin, y quien debe entender ya me ha entendido, ¿cómo pretendemos que la vida de ahí fuera nos corresponda como queremos si no somos capaces de salir de nuestras propias jaulas, nuestras pueriles idioteces, nuestros círculos? Pendientes todo el tiempo de lo de arriba, de las políticas, los decretos, los crímenes silentes de esa turba de psicópatas, sí (y es necesario); pero sin reparar en que es la gente la que cambia a la gente y se cambia a sí misma; una ley sólo crea un hábito, mejor o peor, pero el hábito no hace al monje: sólo lo alinea y lo aliena sin penetrar en lo esencial.
 
Y es que vestimos todos el traje nuevo del emperador, encantadísimos de habernos conocido. Eso que llamamos de manera tan etérea el sistema nos tiene perfectamente cogidos de aquí abajo no porque los que manejan los hilos sean mucho más listos (quizá más retorcidos sí), sino porque no dejamos de jugar a su juego, porque nos ponen sus reglas, porque nos gusta el queso de la trampa (porque somos el sistema, su pájaro y su jaula). No es sólo que el sistema fagocite a la crítica: es que la crítica acaba por legitimar al sistema, en este juego de ping-pong en el que al final del día no ha cambiado absolutamente nada y los dueños del tablero lo siguen administrando como siempre lo hicieron y harán hasta el Apocalipsis. Y es que, amigo mío, la cosa puede estar muy mal pero qué bonita queda la foto que el mismo sistema te echa, o te haces tú mismo, con esa pose tope guay de moderno hasta el almuerzo y después todo el día: tu reino por veinte me gustas y un retuit del maestro Armero. Y es el ego, al fin y como siempre. El puro y apestoso ego. “En la vida hay dos tipos de personas: tú y todos los demás”, sentencia, crudo y socarrón, el mayor de los Fisher a su primogénito en A dos metros bajo tierra. Lacerantemente cierto. Y no está bien o mal que así sea: es algo que es, simplemente: así somos –casi todos–. Y debería ser perfectamente legítimo admitir de forma honesta que uno aspira a ciertas cosas; el problema es que en este teatro no hemos encontrado aún (yo menos que nadie, subrayo) la fórmula de la humildad o la sabiduría o la madurez humana para no ponernos las mismas máscaras que atacamos constantemente, de manera cínica: porque también nosotros queremos que nos inviten a la fiesta, al carnaval, que nos nombren la reina del baile o el más gracioso de la clase. Y luego, ya, oiga, que clausuren la fiesta o arda Troya.
 
Orgullosísimos de lo transgresores que somos, o que nos creemos, no alcanzamos a vislumbrar que lo verdaderamente conservador es el miedo, siempre. El miedo que petrifica, que esteriliza, que no deja ver el bosque. Para empezar, el miedo a no mirarse uno al espejo o a mirar su mierda debajo de la cama, o a abrir el armario y reconocer a sus cadáveres. O a preguntarse para qué hace uno sinceramente lo que hace. ¿Para que le llamen guapo? ¿Para que le quieran más? ¿Para saltar un centímetro más que ayer, o que el vecino? Bien, está bien, somos así y mejor será asumirlo cuanto antes. Pero quizás no nos hacemos la pregunta adecuada. Cuando servidor entró en primero de Bachillerato (año 99 después de Cristo), alguien preguntó dadaístamente al recién estrenado profesor de Latín y Griego (Jesús Alemán era su nombre: Salve) para qué servía aquello. Para qué servía el latín, se entiende. Y don Jesús, en vez de preguntarle a la interfecta qué carajo hacía allí, en todo caso, se limitó a contestar con una lección que yo –ya ven– aún no he olvidado: “La cuestión no es ‘para qué’ sirve, sino ‘para quién’ sirve”.
 
Para quién sirve uno, o lo que uno hace. Y es que si todos nuestros egos no montan una hermosa fiesta, una gran reunión fraterna en la que cada cual ponga lo mejor suyo encima de la mesa por el bien común (pero primero el bien común, y luego ya, si acaso, los epítetos), entonces, sí, para qué toda esta vaina. Para qué toda esta farsa, este mascarada de cretinos, este sainete de trajes nuevos (viejísimos y decrépitos en realidad) de emperadores de cartón-piedra. De mentiras, en suma; de mentira. Pues todo es mentira menos aquello que se hace de manera cordial, para ensanchar el horizonte común de la vida (o de la jaula, si no hay más remedio). Pero para eso, me temo, es preciso vivir en primera línea. Enfrentar el miedo a la vanguardia de cada quien y de cada cual. Que cante el pájaro porque sea su ley, y no por desafiar al de la otra rama. Hacer de la vida un arte, y no del arte una forma de vida. Y que el espejo-espejito mágico que todos llevamos a cuestas sirva al menos para dar más luz y reflejar los recodos últimos del camino. De lo contrario, me temo, nos podemos ir metiendo por donde buenamente nos quepa tanta posecita, tanto tuiteo, tanta entradita en el blog nuestro de nuestra misma mismidad.
 
 

domingo, 2 de junio de 2013

Desahuciado


No existe en la calle hallada el número de puerta que me dieron

Álvaro de Campos
 

Algún día te abrirán la puerta,
te abrirán la puerta de la pared sin puerta
del pasillo hambriento de Lisboa


Algún día llegará tu barco
a la tarde sin noticias de Lisboa
         (tú lo verás venir cansado,
aterido y despierto,
vigía escuálido,
desde el castillo aquel de tus candilejas)



Algún día hallarás la calle,
el número, la hora,
virando melancolía a poniente
de tus harapos de príncipe de vísperas


oirás el carruaje hacia tu calle,
oirás el tranvía que cruje al purgatorio,
la puerta allí en tu quinta al entreabrirse
con la bruma de un sueño que al llegar
                ya sólo será tu niebla,
el pálido vagar de tu costumbre.

 


G., 15/V/’13