lunes, 3 de septiembre de 2012

Olímpicos

Soñar con saltar dos centímetros más, que uno mismo o que el de al lado: eso es a lo que casi todos consagramos nuestras grotescas vidas. Tuve esta desoladora revelación, cual caído del caballo (de la hamaca), una tarde de agosto, en pleno sestero, al observar de reojo en la pantalla cómo una señora cincelada en ébano tomaba carrerilla para salvar de un salto un banco de arena. Como perseguida por un predador, o por Esperanza Aguirre. Nosecuántos metros con nosecuántos centímetros. Parecía tratar de contener una gran alegría, la mujer; me recordó a cuando conseguíamos, de críos, que no nos sacaran a hacer ecuaciones a la pizarra, tras rezar lo que supiéramos o (los más místicos) tirar el lápiz al suelo y agacharnos a recogerlo con el fin de desaparecer del campo visual del profesor, en un éxtasis de fe que ni los suicidas de Al Qaeda. Toma-toma-tomaaa…, se felicitaba uno por lo bajini, agitando el brazo espasmódicamente con el puño cerrado, mientras el elegido para el sacrificio se levantaba desfallecido de la silla y avanzaba entre las mesas arrastrando los pies, camino del cadalso. Pues menuda estupidez, pensé, invertir años (décadas?) en el único y glorioso objetivo de subir o bajar dos números de nosequé marca que a nadie importa un cojón de pato. Pero acto seguido tuve que pensar, honestamente, que quién era yo para juzgar la relevancia de tal cosa. Y tuve que pensar también, con gran dolor, que, puestos a eso (estaba esperando a que pusieran la final de baloncesto entre España y Estados Unidos), invertir años o décadas de tu vida en ser el mejor haciendo pasar un balón por un aro colgado de un tablero a tres metros del suelo no dejaba de ser menos estúpido: precisamente era esto con lo que soñaba uno en esos tiempos de las ecuaciones en la pizarra, antes de que me llamara el Señor por otras sendas (Y todavía hoy sueño de vez en cuando con que las enchufo de todos los colores, en un partido en el que parezco jugar yo solo contra unos adversarios imprecisos, que jamás pillan un balón). 

Y bien, puestos a eso –pensé finalmente, atónito–, qué diferencia habrá entre la muchacha que quiere saltar dos dedos más de arena y servidor, que quisiera escribir piezas en verso y prosa cada vez más esplendorosas y floridas; o entre aquello y lo del señor que tiene cuartos para comprarse el Mar Menor pero que no pega ojo porque quisiera tener cuartos para alfombrar el desierto del Gobi; o la lumbrera que se levanta todos los días queriendo ser más vasco-y-vasca o español-español-español que el día anterior. O entre todos éstos y –aquí ya me asusté bastante– Ferrán Adriá, que debe de pillarse unas depresiones tremebundas cada día que no le sacan en El País, contando cómo le ha ido en el cuarto de baño. A ver si vamos a ser todos gilipollas, pensé. Y es más que probable. Pero es que el camino que va llevando hasta dicha gilipollez está bien claro y asfaltado, y  transitado que no vea, señora.

Cuál es el resorte por el cual vamos confundiendo en la vida la felicidad con el éxito, y el éxito con determinados conceptos (generalmente numéricos) que a la postre se revelan como paulatina y flagrante ciencia ficción, es una de las cuestiones más inquietantes de nuestros estúpidos días. Ponga usted lo que quiera: número de ceros de la cuenta corriente, número de milagros que hace su teléfono móvil, número de sitios que ha visitado este verano como si fuera usted Barack Obama en campaña electoral (no por el placer de viajar, sino para echarse la foto, subirla una décima de segundo después y que se sepa cuánto ha viajado, a cuántos exóticos lugares, y qué guay es usted, en suma), número de ejemplares vendidos, número de veces que le da la peña al me gusta en esta misma página… Pero bueno, en fin; en absoluto es cosa de hace dos días, todo este despropósito. Nanai: no sé si somos conscientes, por ejemplo, de cómo en esos mismos colegios a los que antes me referí nos fueron y siguen inoculando a todos, antes de aprender a balbucear siquiera, algunas cosas bastante útiles para vivir, pero también algunas otras, bastantes, para el sinvivir. Por ejemplo, el sutil e inconsciente credo de que el compañero de pupitre no es un amigo sino la Competencia, presente o futura, y la vida una carrera constante en la que aspirar a medalla obligatoriamente; y si dejas de pedalear –no lo olvides nunca–, te caes. Y como demasiadas veces en los últimos tiempos las medallas –números de nuevo, qué casualidad– las ponen perfectísimos analfabetos que hicieron Magisterio para no marearse mucho y tener cuatro meses de vacaciones al año (que ésa es otra también, en manos de quién se deja algo tan extraordinariamente esencial como la educación), pues resulta que tenemos espléndidas legiones de criaturas a los que jamás se les enseñó a disfrutar del conocimiento, de la ciencia y la cultura, sino a aguantar con miedo o desidia una infinidad de horas criminales en las que se les alecciona industrialmente en el gregarismo, la indiferencia y el adocenamiento crítico. Enviándoles el mensaje tácito y suicida de que el saber (“lo más hermoso”, que decía mi tía-abuela la Antonia) es un coñazo. Y así nos va, y nos irá. (Y en el aire les dejo la trivial cuestión de a quiénes puede interesar que todo esto sea así).

Pero me desvío, creo; y tampoco es cuestión de echarle (toda) la culpa al sistema educativo de los últimos siglos. Al fin y al cabo, siempre ha habido y habrá de todo en la viña del Señor. Y yo sólo trataba de desentrañar esa insondable y frenética ceguera por llegar antes que nadie a romper la piñata. Que en el fondo, como siempre, no es sino otro sordo aullido de ese miedo puro, elemental y originario que tenemos todos a la extinción, tal y como la entendemos por aquí, y que nos lleva a tener que justificar nuestra existencia constantemente, ante nosotros mismos y ante los otros, pues lo contrario –si dejas de pedalear, te caes– sería el equivalente a no haber existido jamás, según pretende creer nuestro cándido ego. Hagan la prueba. Pregúntense, los millones que no tienen trabajo ahora mismo (más de la mitad de ellos de mi generación), cuál es la más profunda razón de su ansiedad; comprobarán cómo, ineludibles cuestiones económicas aparte, el miedo a la consideración del entorno (familiar, social, el que sea) es la más potente de ellas. Porque: tanto produces, tanto vales; tanto ganas, tanto eres; tanto prestigio –concebido por las ya mencionadas productoras de ciencia ficción– aparentas tener, tanto te respetaremos. Da terroríficamente igual si uno era feliz o no con el trabajo que tenía; si, por esas cosas del Caos y del misterio, está uno aprendiendo más de la vida al perder ese trabajo que en veinte años rompiéndose el culo para Perico de los Palotes S.A.; si, quizás –y porque la vida es siempre mucho más sabia, si uno sabe escuchar–, gracias a lo que en un principio era una putada acaba uno encontrando su verdadero camino: da pavorosamente igual, para la escandalosa mayoría, porque aquí de lo que se trata es de llegar a tiempo (llegar, aquel cándido verbo: Tú llegarás, nene; Ése no llegará a ningún sitio, etcétera) adonde cuatro listos y otros cuatrocientos millones de cómplices idiotas han decidido que hay que llegar. Y, oiga: si usted invierte toda su vida en ser un absoluto infeliz, pues a todos nos parecerá muy bien, porque usted llegó, aunque nadie sepa exactamente adónde, aunque haya sido a costa de su salud o de pisar cabezas. Y los autosatisfechos y lamentables capullos que te necesitan como ellos en su traje nuevo (y gris) del emperador te acogerán en su seno, te darán palmaditas en el hombro y te enseñarán encantadísimos las fotos de su váter con el móvil, antes de volver cada uno a dormirla para ir a trabajar al día siguiente en algo que aborrecen, para poder amueblar una vida que, si pudieran, cambiarían a toda leche por la de otro gilipollas que sale en Telecinco.

“Sólo cuando aprendamos que la vida es gratuita, que no hay que pagarla con nada, habremos aprendido a vivir”, escribió, más o menos (cito de memoria), Francisco Umbral, precisamente en esa obra maestra dedicada a la muerte de su hijo llamada Mortal y rosa. Pero hasta a él, que le ocurrió lo peor que puede ocurrirle a nadie, se le fue olvidando su propia verdad, hasta volver a convertirse –metafóricamente, digo– en ese talento feroz pero angustiado que, recién llegado a Madrid, se iba parando en los kioskos para contar las publicaciones en las que debía estar escribiendo, porque él quería ver su firma en todas. Y es que ninguno estamos libres del terror, del ensueño, de la vanidad; y la competencia bien entendida puede ser providencial como acicate, como aguijón para dar lo mejor de uno mismo. El problema surge cuando ésta se convierte en ley, en filosofía de un tiempo y en dogma de fe; cuando uno consagra toda su vida a eso, a la medalla, olvidándose de si disfruta o no con la misión, hasta que un día le revienta un cáncer, o los años, o una bala perdida, y entonces, algún viejo –si es que aún quedan para entonces viejos así– pronunciará en nuestro honor la antiquísima salmodia, “No somos nadie”, tras haber alcanzado al fin, impetuosos, asqueados y encantadísimos de habernos conocido, la cima de la Nada.

[Publicado en FTS Cultural Magazine]