martes, 21 de septiembre de 2010

Pero Qué

Pero qué se hace ahora, en lo último, con las cosas que siguieron purgando en el cajón, que se extraviaron u olvidaron, que escondimos o enterramos bajo cien jerseys y siete estaciones de olvido, y que ahora vuelven, reaparecen, implacables, para cobrarse su deuda antigua, su cuota puntual de remordimiento

Qué se hace con estos restos, esta ofrenda. Qué se hace con la ceniza

Son las postales del extranjero que nunca respondí; son cartas en blanco desde otro tiempo que velan en silencio, murmurando. Allá al fondo del cajón. Pero qué hacer, qué hacer con ellas. Debiste despedirlas en la hoguera en su momento, pero no pudiste. Debiste tirarlas por la borda del balcón; pero cómo: en qué misa negra, en qué herejía. Quemaban en las manos; queman. Hubiera ardido la basura, el balcón, la calle entera. Mejor allá al fondo, donde no temblasen para nadie. Pero ahora vuelven, regresan de muy lejos, acuchillan por la espalda mirándote despacio: quieren rezar contigo

Qué hacer con ellas, si es sagrado. No pueden quedarse aquí; no pueden ir contigo. Telas sagradas, trapos sagrados; y dos niños jugando para nunca en el envés de una plegaria que dejaste de atender, criminal

(“Arrodíllate de nuevo, mendigo: Humíllate”)

Y te quedas ahí, de bruces, en el frío humeante de la casa vacía, antes de cerrar la maleta y huir, y seguir preguntándote qué hacer con estas cosas, con esos días y esas cenizas; con la vida que seguirá viviendo, no sé dónde, en otra parte; los calcetines del frío, la foto asesina, las bragas que olvidaste en el armario.
 

martes, 14 de septiembre de 2010

El Aleph de cada casa

El tiempo es un enigma, pero también lo es el espacio. Cierto que uno va construyendo su mitología propia de cada sitio, la biografía íntima de cada lugar, en función de lo que allí vive; pero existen parcelas de luz o sombra que parecen respirar con aliento propio; pasillos que reverberan con vislumbres de futuro; habitaciones cuyos rincones parecieran venir de otro lugar, o pertenecer a un tiempo que no ha llegado todavía.

Están vivos. Hay sitios que están vivos. Yo he llegado por primera vez a cierta casa, a ciertas puertas abiertas a un balcón nocturno, y he tenido la sensación física de haber estado antes allí, pero no en el pasado, sino varios años más tarde, en un sortilegio de futuro entrevisto, ése que luego se cumplió punto por punto. He llegado a lugares como si me estuviera recordando llegar a ellos en ese mismo instante, pero también he recalado en otros en los que maldito lo que se me había perdido en un principio, y que luego han abierto portales súbitos en cualquier silla, en la superficie neta de una mesa, para contar una historia nueva que yo aún no había sabido o podido ver. Ha habido un zulo con luz de cárcel en el que me ahogaba tanto que al final, apretando los dientes y la memoria, se rompió en un boquete de tiempo hasta el monte en llamas de un jinete azul. Ha habido un cuarto con un invierno de seis meses iluminado cada noche por un farol lleno de hiedra, y esa luz blanca proyectaba puntual en cada folio el tiempo de las velas que vendrían (azotaba afuera el vendaval). Hubo un sitio en el que no pude hacer nada (Nada), pero también hubo otro en el que se ponía el sol exactamente con el mismo paso lento, arcádico, que en otro ventanal de muchos siglos antes.

Qué dirán las cosas que siguen susurrando a tientas, en voz tan baja, cuando ya no las escucha nadie. Llegué a esta casa hace dos diciembres, arrastrando una guerra civil, un cruce de caminos y un sortilegio que apenas me dejaban ser consciente de que cambiaba de vida, y de ciudad, y de país. Llegué, y era el invierno más afilado, más oscuro, más estupefacto de todos. Poco me importó esta indigencia, los tres muebles y medio, el grifo con grietas, la soledad absoluta, perfecta, goteando puntual en su hora en punto. Y es que no estaba exactamente solo: había un fantasma, aquí, esperándome. Durante mucho tiempo estuve seguro de su nombre, al encontrarla en el umbral de niebla del portal, en la nieve del balcón, en el rincón que más helaba de mi cama. Pero ahora no estoy tan seguro. Quizás era alguien que quedó aquí, atrapada, hace siglos o dentro de diez años; alguien que existió o que no existirá jamás, y que esperó aquí con el destino absurdo de llevarme de la mano, cruel, invisible y necesaria, para ayudarme a  transitar el invierno en que cambié de vida, para enseñarme a vivir de nuevo. Estaba totalmente solo, nunca lo estuve tanto, pero a la vez fui siniestramente feliz cada noche, al llegar a la alfombra, a esas dos lámparas, a quitarme el frío en torno a una lumbre de tinta azul mientras afuera caía la glaciación del diablo y un cuervo solo graznaba para nadie, porque en el resto del mundo no había nadie. Mientras tanto, el fantasma me vigilaba muy quieta, indescifrable, desde el rincón aquel de la penumbra.

Qué dirán las cosas que siguen hablando así, en voz baja, cuando ya nos hemos ido. Va a ser la octava vez que me mudo y la sexta casa de provisión que dejo en los últimos nueve años, desde que cambié el nido por la torre de babel de ninguna parte. Y me pregunto si los que llegaron y llegan después a habitarlas se darán de bruces con los mismos senderos abiertos, con el mismo Aleph en el que caben todas las épocas de todos los hombres. Me pregunto si es todo una farsa, si esos lugares existen sólo en los laberintos de la conciencia de cada cual. Me pregunto quién se sentará aquí cuando me haya ido, quién mirará esa farola. Y si ese alguien percibirá olor a lumbre, de manera absurda, alguna noche; si se dará de bruces con la furia o la ilusión en el espejo del baño; si sospechará que le mira desde algún rincón un fantasma sobre el que yo escribí catorce sonetos más tres en el hechizo de un invierno salvaje. Aunque no tenga ni idea de quién soy yo, ni de qué sucedió entre estas paredes, ni de que éstas son las últimas líneas que yo escribo aquí, en la madrugada en silencio de esta casa que ya es de nadie; que ya es leyenda.