miércoles, 11 de junio de 2008

Fe

Atardecía en Malasaña. Una de estas tardes últimas de cielo plomizo, brisa incierta, sol tímido. A la canción de Sabina le faltaría decir que Madrí elige a su capricho las estaciones; cualquier madrugada de abril en un balcón podría ser de verano, las luces del horizonte como de bares de fiesta o faros del Mediterráneo; cualquier tarde de junio puede parecerse a otra de septiembre, como si el verano hubiera sido ya un malentendido y no una profecía que habrá de cumplirse sílaba a sílaba: como ésta, como esta tarde. Acababa de salir del estanco de la plaza del 2 de Mayo, de comprar pilas para el mp3, tras haber certificado que los garitos de sobremesa casi vacíos no combinan en absoluto con libros y tabaco y folios y café cuando la música es demasiado festivalera. Cosas que tiene uno. Que es que ya no te dejan ni estar en paz tranquilamente con tu bajonazo. En fin. Acababa de salir del estanco. Poca gente en las terrazas. Algunos leyendo en los bancos de la plaza o jugando con su perro. Parejas absurdas (absurdas) de camino a dios sabe dónde. Me senté en un bordillo junto a una de las escaleras, trasteando con los cables y las pilas y toda la historia. Buscando alguna canción que sí se me amoldase a las costuras de esta vida última que llevo, esta vida que llevamos algunos con los sueños supurando en la mochila y ardiendo en cada libro y enfriándose cada vez que consultas la brújula y constatas que no señala a ningún sitio. Y las estrellas (la Polar) se olvidan de salir. Estaba en ésas, cuando giré casualmente la cabeza, y le vi. Y él se paró en mitad de la escalera, mirándome.

Un hombre. Un viejo. O un hombre de edad indefinible pero que parecía viejo debido al pelo larguísimo y blanco y a la barba poblada y blanquísima y a su ropa vieja y raída. Le calculé cincuenta y muchos, así, a ojo. La viva estampa de un ermitaño, en todo caso. Un fulano que no hubiera desentonado en absoluto en un cuento de Dickens o en cualquier película de piratas. Los ojos azulísimos; la mirada limpia, noble. Porque ésa fue la impresión: nobleza; lo que me hizo quedarme ahí sentado, tranquilamente, cuando se paró en los escalones, y lo que hizo que no le pusiera cara de terminator cuando pasó lo siguiente. Lo siguiente que pasó fue que el hombre, sonriendo, señaló el cacharro que yo trajinaba, y luego se apuntó hacia los oídos, repitiendo el gesto, señalando alternativamente a sus orejas y al (mi) mp3. Tardé un momento en comprender. Está jodío, jefe -le dije, mentí. No se oye nada. Pero entonces, el tipo, sin dejar de sonreír, blandió un folleto publicitario (llevaba varios iguales), una cartulina que anunciaba en inglés nosequé conferencias sobre comercio justo en África y Asia; me lo alargó, señalando con el dedo la fecha. Cinco de junio de dos mil ocho, dije. El tipo percutía con el dedo, señalando al suelo. Sí, dije. Hoy. Entonces sacó un bolígrafo del bolsillo de su camisa y se inclinó, con una pierna adelantada en un escalón, para apoyar el folleto en la rodilla mientras escribía sobre él.

“A quién sirves”, leí, cuando el tipo me alargó el papel. No pude evitar soltar una carcajada. Virgen santa, pensé. Las cosas que me pasan. Me encanta esta puñetera ciudad, pensé. Y respondí, mirando en torno, hacia las terrazas: Y yo qué sé. Pero la risa se me fue trocando en una mueca siniestra, pensando que no, que servir, lo que se dice servir, últimamente no sirvo de mucho, pensando en el café, en el tabaco, en César Vallejo, en el trabajo que no tengo. “A veces –añadí-, ni yo mismo me sirvo”. El hombre enarcó una ceja, sin dejar de sonreír, y tras abrir los brazos y mirar a lo lejos volvió a mirarme; me tendió la mano, preguntando con los ojos. Miguel, le dije, al estrechársela. Se inclinó, escribiendo de nuevo; volvió a mostrarme el papel, mientras se señalaba a sí mismo. “Al lector Miguel”, ponía. Ah, tú me sirves a mí, razoné, zumbón. El hombre asintió. Clavándome los ojos. Sin decir una sola palabra. Entonces comprendí que el tipo no tenía la más mínima intención de abrir la boca. Es mudo, pensé. Pero al momento me corregí: no, no es mudo; está loco. Luego me dije no, no está loco: está más cuerdo que tú y que yo y que el fulano del estanco. Todo esto es lo que pensaba mientras el ermitaño se metía una mano en el bolsillo y sacaba un tallo con dos cerezas. Me lo alargó, ofreciéndome el extremo del que pendía una de ellas, mientras él arrancaba la otra y se la echaba a la boca. Gracias, dije, haciendo lo mismo, como si todo aquello formase parte de un guión, de un espectáculo, de un teatro del absurdo, de un sueño extrañísimo. Entonces volvió a inclinarse sobre la pierna, volvió a escribir: “Compartiendo la fruta del árbol de la sabiduría divinatural”.

Recordé a Shakespeare, o a nosequién: hijo mío, hay más cosas entre el cielo y la tierra de las que no tienes ni pajolera idea. O algo así. El hombre escribía apurando los pocos espacios que dejaban libres las líneas del folleto. Escribía y me miraba, como para ratificar que entendía punto por punto lo que escribía, y a partir de ese momento me hizo entender que debía leer en voz alta todo lo que escribiese. Yo miraba alrededor de vez en cuando, esperando encontrarme a alguien en la plaza o las terrazas partiéndose de risa con la estampa. Pero no. Nadie miraba. Nadie parecía vernos, de hecho. Y yo me sentía absurdamente bien, en medio de aquel disparate. Entonces añadió: “Y esta (aquí el dibujo de una hoja) del mismo árbol es tu contrato de trabajo sin superiore$”.

Ahora era yo el que estaba mudo. Le miré en el fondo de los ojos. Qué. Cómo. Qué. Carajo. A lo mejor soy yo el que está loco, pensé. A lo mejor.


“Y ahora tú empiezas a servir”, leí de nuevo, palabra por palabra, poco a poco, mientras él garabateaba la cartulina con esa letra tortuosa, como de escolar, perjudicada además por la incómoda posición de la mano. Ojalá, dije. Ojalá. “No ojalá sino verbocalizando (sic) estas líneas no tan rectas” (aquí, las palabras líneas y rectas deliberadamente torcidas). Volví a reírme. No me digas. El hombre asintió. Y escribió de nuevo, en uno de los pocos huecos que quedaban ya: “A favor del dios presente, con toda responsabilidad, sin disculpas”. Acabáramos. ¿Dios?, pregunté. Sí, asintió el ermitaño, sin dejar de sonreír, moviendo la cabeza de arriba abajo. Pues yo no le veo por aquí, la verdá. Entonces el hombre se giró un poco, abarcando la plaza con el brazo, señalando a los que leían en los bancos, los que paseaban a los perros, los que tomaban algo en las terrazas del 2 de Mayo. Se inclinó otra vez sobre su rodilla. Escribió:

“Todos somos invisibles”

Volvió a mirarme. Entendí. Asentí. Sí, dije. Sí. Entonces –añadí-, será por eso que Dios es invisible también. Pero el ermitaño negó con la cabeza. Sonrió de nuevo, señalándose otra vez con el pulgar. Tú, dije. El hombre asentía. Tú, repetí. Asintió otra vez. Ah –comprendí, no sé por qué-. Ya entiendo. Tú eres Dios.

Y el hombre, sin dejar de mirarme, sin dejar de sonreír, asintió de nuevo, lentamente. Rasgó la parte del folleto donde había estado escribiendo, ésta que tengo aquí ahora; me lo dio. El contrato. Me lo dio y luego me dio la mano y me miró por última vez, con una inclinación de cabeza, sonriente, antes de echar a andar y perderse por una esquina, mientras yo le miraba alejarse con el trozo de papel en la mano, mirándole alejarse, estúpidamente feliz, mirándole alejarse y sin saber –lo juro-, sin saber qué pensar. Ni en qué se supone que consiste exactamente mi nuevo trabajo.


(Ilustraciones de El Loco y el Ermitaño)