viernes, 15 de junio de 2007

Luto

En una madrugada azul del octubre austral, hace casi setenta años, Alfonsina Storni salió de su casa, de su angustia, de las habitaciones últimas del vendaval, y caminó hasta orillas de su Mar del Plata. No se detuvo allí. Pisó descalza la arena, descalza sintió la primera dentellada del agua, y quizás vislumbró a lo lejos la luz remota de la primavera que ya jamás vería, antes de continuar adentrándose en aquella bestia oscura hasta abrazarla para siempre: pues siguió mar adentro. Y siguió. Y siguió. Las rotativas del diario La Nación, de Buenos Aires, ya imprimían los versos que enviase días atrás: “(…) Tú, nodriza fina, / tenme prestas las sábanas terrosas / y el edredón de musgos escardados. / Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame (…) ... Gracias. Ah, un encargo: / si él llama nuevamente por teléfono / le dices que no insista, que he salido..." En un anochecer de febrero igual de frío del año 1837, el español más lúcido de su tiempo esperaba ansioso la llegada de la que hasta hace poco había sido su amante, en su casa cercana a la Puerta del Sol. Ella estaba casada, había roto con él hacía poco, pero Mariano José de Larra la esperaba con el corazón arrodillado en las escaleras, suplicando un milagro. Ella no volvía para eso. Ella volvía para devolverle las cartas que la pulsión febril de Fígaro había convocado para ella durante años. Tras el último portazo, Larra se quedó solo con su sombra. Fue ésta la que sacó la pistola del armario, para despedirle de todos los febreros del frío. Mi paisano Aurelio Guirao, que también se nos fue en un febrero de hace once siglos, escribió mucho antes, cuando aún escribía y lamía y besaba, en un verano solar de golondrinas de mi pueblo: “No veré tu vejez. Estaré muerto / el día que termine de madurar tu carne; / madurada conmigo, entre mis brazos, / sabedora de bosques por mis ojos.” Hace poco más de un siglo, a uno de los hombres más nobles que ha conocido este ingrato país se le murió en los brazos la niña con la que acababa de contraer matrimonio, en mitad de un páramo enfermo que se quedaría a vivir para siempre en la pobre alma del pobre, pobre Don Antonio. Lloró Machado, hablándole a Dios de tú: “Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería. / Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar: / Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. / Señor: ya estamos solos mi corazón y el mar.” Hace cuatro inviernos, la Fortuna quiso honrarme con una de las confidencias más hondas de uno de los discípulos más aventajados de Don Antonio Machado. “Rezo a los dioses por que yo me muera antes que mi mujer”, me confió, clavándome su mirada de abuelo legendario, Horacio Martín: “no podría soportar vivir en un mundo en el que ella no existiese”. Tiempo después, sin embargo, rectificó: el maestro concluyó que la verdadera prueba de amor consistía precisamente en lo contrario: en dejar a ella irse primero; que no fuese ella la que sufriese la amputación. También me refirió Martín, aquel día, una de las anécdotas más escalofriantes de la historia amorosa en nuestro idioma: en los últimos días de su vida, cierto poeta español era visitado frecuentemente por sus amigos, que asistían despavoridos a la degeneración que la enfermedad hacía cada día en la memoria del escritor. Iban cada tarde, le leían versos, le arrimaban un poco de calor y de ternura. Una de esas tardes, en un momento en que el Tiempo y el Universo enmudecieron a la vez, el poeta agarró despacito la mano de su mujer. Se agarró a ella, la miró a los ojos. Le dijo, desde un candor de milenios: “No sé quién eres, pero sé que te he querido mucho”.