miércoles, 25 de abril de 2007

Así sea

Allá donde vaya, te seré fiel, mi Perdida.
Juro no olvidar en piel alguna tu belleza,
el candor brutal y miel de tu cueva encendida,
el verano frutal en tu pecho y mi cabeza.

En mi largo destierro de furtivo homicida,
prometo velar como mereces mi tristeza;
sufriré puntual la expiación de tu partida;
susurraré tu nombre a oscuras, como quien reza.

Al otro lado de los balcones clandestinos,
más allá de las camas que ofrezcan su guarida,
yo aguardaré el rumor de tu voz por los caminos
como una plegaria en la
s almohadas escondida.

Te seré fiel. Yo te seré fiel en los destinos
a los que quiera abocarme, desde hoy, la vida.



miércoles, 11 de abril de 2007

Estos días

Claro que hay días y días, aquí, en esta ciudad. Hay días en que sale uno a la calle con ese sol de la renuncia reverberando en la cara, y pareciera como si los rostros con quienes te cruzas te reconocieran en silencio. Mírale –piensas que piensan ellos-, ahí va un hombre valiente. Ahí va un crío corriendo por la ribera. Lo piensas, o piensas que ellos lo piensan, porque tú mismo llegas a creértelo. Mírate. Has sido valiente. Pero eso no dura. Dura sólo lo justo. El tiempo que tardes en doblar una esquina, o en amanecer de nuevo al mediodía y sorprender en la cara otra cicatriz. La cicatriz. Siempre habrá ese día alguien –generalmente una mujer, generalmente muy adulta- que te vigile en el metro o en las fotografías, y que parece querer darte un abrazo o abofetearte. Decirte, llena de piedad: así no se va a ninguna parte. No, mujer, no –le dices, cansado-. No se va a ninguna parte. Pero qué hacer, qué hacer aquí, en esta ciudad salvaje que a veces me mira sin verme, derruida, como el domingo por la tarde de un mendigo, y otras veces me llama desde el cuarto de baño, una mañana de abril llena de sol, para pedirme que la mire en silencio mientras se peina. Es esquizofrénico. Es injusto. Es la vida, sencillamente –responde esa mujer, esfumándose por un rincón de la estación o la ventana. Es la vida, sí, y quedan muy pocas estrategias, entonces, una vez que lo comprendes (los que aún no lo han comprendido me miran perplejos: son los felices). Quedan muy pocas estrategias, ya digo. Leer es la más frecuente, la más eficaz, la más útil (compartir en otros la mierda propia no es consuelo de tontos, sino de humanos). Pero no la mejor. La mejor es coger un tren, ese tren que amo y que me lleva aún a donde todo me espera (casa, padres, hermano, amigos: hogar). Pero esta última no vale: no todo va a ser huir. Oír cantar a Manuel, o a Joaquín, o a Ismael, siempre ayuda. La conversación y las risas y el alcohol con los amigos que amo aquí siempre es una fiesta. Pero entenderás de nuevo que en estos días a los que me refiero (cuando uno está solo y va solo y es solo) nada de lo anterior llega a ser una cura; sólo pomadas muy dulces que agradezco. No. Yo conozco otras trampas que urdir a estos días. Acuchillar a versos mi libreta de segundo de bachillerato, hasta que sangre, es una de ellas (es curioso: cuanto más sangra menos asesino me siento). Fumar bien solo frente a la ventana abierta me hace ajustar cuantas no sé con quién, en no sé dónde. Mirar colérico a las parejas que se besan en todas partes pordiós en todos sitios me ayuda a templar bien el rencor, no me preguntes por qué. Reflexionar sobre el crimen, metódico, y asimilar bien la Culpa, me reporta un retorcidísimo alivio que no sé si atribuir a la autocompasión o a la necedad (siempre queremos encontrar culpables: demasiadas veces, sencillamente, no los hay).

¿Sabes? Ayer, una pared cualquiera de Madrí me escupió un desafío: “¿Qué puedes decir de tu vida hasta ahora?”, preguntaba, insolente, con graffiti negro. Pasé de largo pero seguí pensando en ello durante muchos metros, hasta ahora. Puedo decir que he vivido, respondí. Puedo decir que he sufrido. Puedo decir que me he reído. Puedo decir que te quise a rabiar. Puedo decir que no me rindo.