viernes, 26 de enero de 2007

Nieve

Son las tres y cincuenta y tres minutos de la mañana. Decía Neruda que no entendía por qué carajo se dice eso de la mañana cuando es de noche. O sea, que en realidá son las tres y cincuenta y tres minutos de la noche. Y yo estoy chucísmo. Sí, es jueves de madrugada, y yo ando más ciego que el maestro de Kung-Fu, ése que preguntaba, con los ojos en blanco –memento Martes y Trece- dónde-está-el-pequeño-saltamontes.

Sí. Así vamos un jueves de madrugada de un mes, de un año cualquiera, cosa que a nadie a estas alturas puede llegar a escandalizar. Al fin y al cabo, dirá alguno, la peña se lleva cociendo ya siglos, y nadie tiene ya en cuenta si es un jueves, un sábado de vino y rosas o una fiesta de guardar; si es el bautizo de un sobrino lejano o el entierro de un cabrón notorio al cual uno asiste sólo por certificar que efectivamente el individuo está muerto y bien muerto, y no hay resurrección posible. (En qué infierno andará, a todo esto, el abuelito Augusto…).

A nadie, ya lo sé, a nadie puede ya extrañar que un fulano de veintipocos tacos pueda regresar en estas condiciones un jueves, a las cuatro casi de la mañana, con el panorama que tenemos. Quiero decir que ya se acabó lo del pan negro y la cartilla de racionamiento, ya acabaron las deudas con el tendero que te hacía enrojecer –a ellos, no a ti- porque hace semanas que no pagas la cuenta vergonzante de la Posguerra. Ya acabó todo, tío. Tía: estamos todos ya de puta madre. Mira a tu alrededor. No se puede pedir más. Fíjate que tienes hambre pero te basta con un gesto para abrir la nevera y que el siguiente pensamiento sea sobre el examen de dentro una semana, sobre el capullo (o capulla) de segundo que te mira de reojo y te pone a cien, quieras que no, cuando te mira o no te mira. Fíjate que tienes frío y piensas joder, qué puto frío hace, pero te basta un solo gesto, abrir el armario o subir la calefacción, para que lo único que te preocupe sea si lo que ponen a las diez es Operación Hermano o el último testimonio con el primo segundo gemelo del ovario adoptado de la Obregón. El mundo es maravilloso, colega. Te lo digo yo. Y no hagas ni puto caso a quien te diga lo contrario. Estás aquí, en este primer mundo cojonudo que Dios –en su infinita misericordia, porque tú lo vales, cual usuario de Loreal- te dio. Estás aquí y que nadie te quite lo bailao y que nadie, por favor, te vaya a amargar la vida.

No hagas caso, te lo digo yo. No hagas ni puto caso a quien te diga que la cosa va mal, que la vida no tiene equilibrio, que no hace el mismo frío para todo el mundo. Fíjate en tu vida, joder. O es que no tienes problemas? O es que no te toca los güevos la pérfida existencia todos los días? Es que no es cruel contigo la mísera intrahistoria que te ha tocado vivir? Que sí, que en el telediario salen todos los días los negritos, o los libaneses, o los iraquíes hechos polvo que no tienen culpa de nada y sin embargo les caen bombas día sí y día también, pobrecicos, qué culpa tendrán ellos. Pero tú tambíen tienes tu sufrimiento. O qué. Tú también tienes tus motivos para mirar al vacío o quedarte en silencio o para llegar de madrugada y mirarte al espejo muy despacio preguntándote a dónde, a dónde coño vas. Que tú también tienes lo tuyo, y a ver quién es el listo que lo pone en duda. Que aquí a todos nos dan por saco por hache o por bé, y no hay cristo que pueda cuestionarlo.

Y sin embargo vas trompa, hoy, ahora, un jueves cualquiera, a las tantas de la mañana de un año cualquiera que se llevará el tiempo como se llevó la brisa, el ruido, la furia de tantos. Estás en una cama escribiendo esta afrenta, en una noche en calma de un año de paz de tu tierra próspera, escribiendo porque sabes cómo hacerlo, escribiendo libre porque hubo hombres y mujeres que se dejaron la piel y la vida y la sangre por que hoy puedas respirar, emborracharte, escribir libremente en este lamentable estado en un día cualquiera de un invierno cualquiera de tu vida que eres libre, que puedes comer cuando quieras, que puedes dormir cuando quieras, que puedes dejar el mundo en suspenso hasta el mediodía, incluso antes de que el examen de cada día te suspenda a ti.

Que estás aquí, y puedes contarlo y hasta te escuchan.

Son las cuatro y cuarenta y cinco minutos de la noche. Voy tajao, ya lo he dicho. Muerde el viento en el patio, ahí fuera. Sólo quería decir que es jueves, que es ya viernes, veintiséis de enero de dos mil siete. Que he respirado hasta mi casa las calles azules de la sacrosanta Democracia. Y que por el camino venía discutiendo con mi tristeza veinteañera, y me he dado de bruces con el mendigo de mi calle y su cama de cartón.

Nevaba a cántaros.

Y me he puesto a escribir esto, sólo por no morirme de vergüenza.

miércoles, 24 de enero de 2007

Causalidá



Me contaron que estabas enamorada de otro

Entonces me fui mi cuarto
y escribí aquel artículo contra el gobierno

por el que estoy preso.

(Ernesto Cardenal)

viernes, 12 de enero de 2007

Lady in red

Al verano de La Manga.
A mis amigos.


Era la mujer más hermosa del Mediterráneo. Y, mira tú por dónde, había ido a parar precisamente a esta costa, a esta noche, a este bar. Era, debía de ser la mujer más hermosa jamás avistada en cualquier latitud de esa noche azul de plata entre la media luna de Estambul y el sortilegio de ron de Cabo de Palos, y sin embargo ahí estaba, en esta misma costa, en este mismo bar del mismo puerto, apenas unos pasos más allá de la trinchera de la barra donde él bebía con sus amigos y no dejaba de repetirse que era, debía ser, era la mujer más hermosa del Mediterráneo.

Debía serlo, porque nada más entrar al bar y a pesar de la penumbra, a pesar de la música a toda leche en éste y en los demás bares contiguos y del rumor adolescente a pie de dársena, a pesar del alcohol, el delirio y las partidas de ajedrez en las miradas, a pesar de todo eso y nada más entrar al bar se abrió un claro entre la gente como una explosión o como un escándalo que hizo que todos se girasen y todos la mirasen y enmudecieran, y entrase un vendaval de brisa y se santiguaran con la izquierda los borrachos y hasta el dj, que no dejaba de dar por saco con el ave maría, cuándo serás mía, cambiase el tema de golpe por aquello de y morirme contigo si te matas, y matarme contigo si te mueres, porque el amor, cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren. O quizás nada de esto sucedió y lo que pasó en realidá fue que entre el décimo séptimo trago y el impacto de la visión inicial como una cuchillada en el estómago creyó ver y oír cosas que no terminaban de pasar, que nunca se sabe en estas circunstancias. Pero bueno. El caso es que la Mujer más Hermosa del Mediterráneo entró al mismo bar que él, se inclinó un momento sobre la misma barra en la que él estaba acodado más allá, en la esquina, y le pidió algo al camarero que él no pudo oír pero que creyó leer en sus labios: “vengo buscando un corazón”.

Lo mismo podía haber dicho ponme un vodka con limón, o esta música mola del copón, pero no: él sabía perfectamente lo que acababa de oír. Vengo buscando un corazón. Fuera así o no, lo cierto es que al poco rato de que le sirvieran, y estando en pleno éxtasis hilarante con sus amigas –que también tenían su punto, quieras que no-, se le acercó un rufián directamente salido de Los vigilantes de la playa, que se había abierto camino a codazos entre la gente y se había colocado justo a su lado, soez. Estudias o trabajas, nosequé. Verdes las vas a segar, imbécil, pensó él, dándole un trago al Negrita. Ella, efectivamente, cruzó dos frases con el imbécil, distante, y el otro se fue por donde vino. Qué te diría, pensó él. Qué te diría yo si pudiera, si la cuchillada en el estómago me dejase acercarme a ti, olerte muy de cerca, mirarte a los ojos muy despacio. Vente, quizás, te diría. Pero qué haces aquí, vente conmigo, qué tienes que perder...

-Acho, qué pasa, qué pijo miras? –uno de sus amigos se le acerca, le pregunta que qué pasa, que qué pijo mira, y se le queda mirando por encima de las gafas.

-Eeeeeh, ná, ná, no pasa ná.

-Pffffffff…

Pero le acaba de mirar. Ella a él. Ha sido sólo un instante, fugaz, pero con la intensidad de un taladro a la altura del estómago. Tienes que acercarte, se dice. Tienes que ir allí, disimuladamente –algo más disimuladamente que el capullo de Los vigilantes de la playa-, y tienes que decirle algo. O hacer lo que sea para llamar su atención. Hacer el payaso, subirte a la barra, robarle el bolso y salir pitando y que ella te siga, y que al salir la acorrales y le digas quieta ahí, los labios o la vida. Tienes que acercarte, antes de que sea tarde, y hacerle saber que existes y que la has visto y que antes de que amaneciera debías decirle al menos que es la mujer más hermosa del Mediterráneo, o improvisar algo, aunque sea robado, he surcado océanos de tiempo para encontrarte, quiero hacer contigo lo que hace la primavera con los cerezos, báilame hasta el final del amor, y si te pregunta que por qué pues le respondes eso que tanto repite el otro capullo solemne, el Miguelton: porque es de noche, porque somos adolescentes, porque estamos borrachos…

-Acho, yo voy a por otro, tú quieres? –otro de sus amigos se acerca a la barra, junto a él, en busca de la siguiente copa.

-Va a ser, va a ser...

-Y a ti qué capullos te pasa, si se puede saber?

-Ná, tío. La insoportable levedá del ser.

-Ahhh –el colega pone cara de hastío infinito-… A mí déjame, que sólo quiero bebeeer…

Y mientras piden otra ronda y no la piden, y acaba una canción y empieza otra, él no deja de calcular estrategias, caminos, probabilidades de éxito o de fracaso o porcentajes variables de relevancia del fracaso cuando se tienen diecisiete años y es verano, y es de noche, y se está borracho. Y mientras él hace sus cábalas y mira o no mira de reojo e intenta por todos los medios ponerse vendas de osadía en la hemorragia del estómago, la Mujer más Hermosa del Mediterráneo le ignora de manera notoria –él ya duda sobre si la mirada anterior fue real o un espejismo-, baila y resplandece como una vela en la penumbra de una alcoba, bebe, ríe, lidia magistralmente con los sucesivos moscardones, polillas alrededor de un mismo farol -mis semejantes al fin y al cabo, piensa él ahora: mis hermanos-, y se deja llevar por el compás salvaje de una música que parece poseerla o parece hechizarla o al revés, como si fuera ella quien marcase los acordes como un imperativo supremo de sus caderas de vértigo bajo el vestido rojo... Ya se le andaba acabando el vaso y sentía cada vez más cerca el momento fatal: ahora o nunca. (Maldita seas, le diría, esta vez sí. Maldita seas que duele mirarte. Maldita seas si ahora mismo no te vienes a bailar conmigo con el acordeón del rompeolas. Maldita seas si no amaneces hoy conmigo de arena hasta los dientes. Conmigo…

-Me parece que nos vamos a ir ya, eh…

Se va a girar, para decirle a su amigo que no, pordios, que espere, cinco minutos, al menos cinco minutos más. Pero no puede. En ese momento ni siquiera acierta a decir nada, ni a girar la cabeza, porque lo que acaba de ver le ha vuelto a abrir a bocajarro la herida del estómago, esta vez con una sangría de sudor frío que le recuerda vagamente a cuando, hace no tantos años, el profesor le llamaba para salir a hacer una ecuación a la pizarra:

La Mujer más Hermosa del Mediterráneo, ahí enfrente, en la penumbra, dejándose lamer la boca y sobar las caderas por el capullo de Los vigilantes de la playa.

-Bueno qué, nos piramos?

-Sí –responde él, regresando lentamente, poniéndole una mano en el hombro a su amigo-. Vámonos.

Y, tras apurar el ron y asegurarse de que todos habían salido ya, estrelló el vaso, tranquilamente, contra el suelo del bar.




Amanecía.